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VIAJE AL PUEBLO
(por Eduardo Fernández Sánchez)


     Recuerdo cuando cogíamos el tren. Era de noche y, acomodados en aquellos viejos compartimentos, nos preparábamos para un largo viaje que nos llevaría casi un día.

     Ahora todo es más rápido, más cómodo, diferente. Pero a mí me gusta coger el coche y dejarme llevar por el camino para hacer el mismo viaje.

     Hasta Albacete todo viene casi de memoria. Después,  la inmensa recta que lleva a Barrax, el sinuoso camino hasta Munera, la despedida de la provincia a través de la Ossa de Montiel. Todo ése es el camino que disfruto.

     Y con la tranquilidad que me concede el escaso tráfico, me pongo en Ciudad Real, así lo marca el cartel que se ve con claridad, pero que más que verse se nota, pues la carretera cambia en la misma frontera haciéndonos pensar que los de Albacete son más cuidadosos mientras el coche empieza a vibrar y el ruido exterior aumenta por la rudeza del firme.

     Nos acercamos a Ruidera, primera población de la provincia y ¡cómo no!, paramos en las lagunas y nos concedemos un descanso. La sombra de los chopos, la frescura propia del Guadiana viejo, la belleza del agua resplandeciente, ¡cómo no vamos a parar en Ruidera! Y un buen bocadillo de jamón, pues no es hora de comer, nos llena el paladar de ese deleite serrano que nos da el último empujón para seguir con todas las ganas repletas.

     No ha de pasar mucho antes de encontrarnos con Alhambra, allá en lo alto, preciosa vista para el paisaje manchego. Lugar de historia y de tradición, da nombre a uno de los municipios más extensos de la provincia de Ciudad Real. Hoy es un pueblo tranquilo, con poca población.

     Dejándote llevar por la carretera se te queda a un lado La Solana, que desde la ruta se ve viva y hasta hermosa con algún edificio llamando la atención que te hace pensar en las iglesias y monumentos que todos los pueblos guardan para deleite de los suyos y de los visitantes. Sin parar, pues ya vamos lanzados, alentados por las energías recobradas a la ribera de las lagunas, serpenteamos por las tierras verdes si es que no estamos en los meses secos. Gozo para las vistas de los acompañantes e incitación a la distracción para el que conduce.

     Membrilla te espera tras una recta sosegada y, pasando los semáforos, aflojas la marcha para observar la vida de un lugar de trabajo y movimiento. A las primeras, Los Desmontes te invita a entrar y tomar un buen bocadillo de lomo acompañado de aceitunas verdes del lugar, especialmente sabrosas. Si no lo hubiéramos hecho en Ruidera, sería el momento.

     La carretera nos pone en Manzanares casi sin darnos cuenta. En los meses adecuados, puestos de melones y sandías te obligan a parar. Así, nos adentramos en la ciudad, que atravesamos lindando el parque y siguiendo el camino de Ciudad Real, buscando la autovía.

     La indicación de Pozuelo nos saca de ella después de unos cuantos monótonos kilómetros en los que el paisaje nos pasa desapercibido a través de unas rutas modernas que nada tienen que ver con las que se han recorrido en otros tiempos. Volvemos a encontrarnos con los campos sobre la comarcal que nos acerca a Pozuelo de Calatrava. Viñas y más viñas, urracas que se cruzan, olivares. Y lo alcanzamos por la laguna del Prado, llenísima del agua que ha caído en los últimos años para disfrute de los cientos de aves que la embellecen.

     Porque lo sabemos, que no siguiendo ninguna indicación, pues no la hay, giramos en dirección a la salida que nos llevará hacia el pueblo y, atravesando los campos de cereales, verdes como en ningún sitio, conseguimos llegar al cruce de La Puebla y, girando a la izquierda, encaminarnos a Ballesteros. Poco hay que esperar, pues tras la curva sobre el río Jabalón, orgulloso de su caudal, tomamos, esta vez perfectamente señalado, la dirección de Ballesteros de Calatrava.

     Esa recta es extraordinariamente bella. Si quisiera parar para disfrutar del paisaje, no llegaría nunca. A izquierda y derecha se va quedando el mar de trigo y cebada que parece abrirse para darnos paso. Verde brillante, verde esperanza sobre una tierra roja que presume de su fortuna. Hasta las suaves colinas se extiende el brillo, salpicado de pequeñas alquerías y casas de labor. De vez en cuando, un arbolillo jalona algún lugar especial. La verdad es que vas mirando hacia todos lados porque no te quieres perder ni un solo detalle.

     La entrada es inesperada, pues surge del último cambio de rasante, apenas unos metros y allí está. La iglesia a la derecha, el palacio a la izquierda, un precioso recibimiento para el que quiere recalar en un lugar diferente.

     Y se oyen las campanas de la iglesia que, según la cadencia, hablan de una u otra cosa. Y a mí me da tanta alegría que, sin pensarlo, bajo los cristales de las ventanas del coche y empiezo a saludar a todo el mundo. Hemos llegado.

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