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Manuel Gisbert Orozco

LAS NAVAS DE TOLOSA

(por Manuel Gisbert Orozco)


     Todos los escritores españoles, incluso los más glamorosos, las pasan canutas para alcanzar las cotas mínimas de ventas que cualquier editor les exige si quiere ver publicada su próxima obra sin muchos problemas. Exceptuando, claro está, los libros en catalán que gracias a las subvenciones salen a la venta con los costes de edición ya amortizados. Pero esta es otra historia.

     Los escritores se ven obligados a aprovechar cualquier añagaza para facilitar las ventas de sus libros. La más popular son las series, tipo “Capitán Alatriste” pongo por ejemplo, que si logran  vender bien el primero tienen colocado el resto con seguridad. Otra son las efemérides. Escriben una novela  sobre un tema que próximamente se va a celebrar, la publican el año que se conmemora y así aprovechan el tirón y la publicidad que el evento genera.

     Ocurrió en el año 2005 con el bicentenario de la Batalla de Trafalgar, lo mismo el 2008 con el ídem de la Guerra de la Independencia y continuará, sin duda, en el 2012 con el ochocientos aniversario de la Batalla de las Navas de Tolosa.

     Si lo dudan pregunten a Pérez Reverte que ya ha cumplido con los trámites previos y de seguro que a estas alturas ya debe estar finiquitando una novela sobre la célebre batalla. El tiempo me dará o quitará la razón.

     Los que sólo conmemoran las derrotas, y pongo por ejemplo la de Almansa en el 2007, eso sí, con gran fasto y un exceso de presupuesto que deja entrever la mano negra que siempre está detrás, seguro, y ¡ojalá! me equivoque, dejarán de celebrar esta gran efemérides que entre otras cosas propició, para el Reino de Aragón, las conquistas de los Reinos de Valencia y Mallorca.

     No voy a relatarles aquí la batalla, por cuestiones obvias de espacio y para no “chafarle” la iniciativa al Pérez Reverte, que debe de llevar un par de años currándose la novela; pero sí les hablaré de los participantes y sobre todo de las consecuencias que tuvo por juzgarlo interesante.

     Por los musulmanes participaron unos cien mil individuos. El ejército lo formaban tropas de élite reclutadas en Marruecos y una muchedumbre de todo el imperio almohade, mal armada y peor protegida, dispuesta a sacrificarse para poder alcanzar el paraíso. Su misión era cansar y tratar de desorganizar las tropas cristianas para que sus fuerzas de élite acabasen con ellos en el momento oportuno. Miramamolin, su jefe, estuvo durante la batalla leyendo el Corán, pero cuando de reojo vio que las cosas pintaban bastos, montó en su caballo y puso pies en polvorosa. La derrota propició la decadencia del imperio almohade, que no hubiese en el futuro más invasiones procedentes del norte de África y evitó que buena parte de ese ejército se estableciera en la península con sus nefastas consecuencias.

      Alfonso VIII fue el “alma mater” de las huestes cristianas que en la batalla no sobrepasaron los veinte mil individuos. Tuvo que solicitar del Papa que declarase la guerra como Cruzada para evitar que en caso de derrota o simplemente por desplazar sus fuerzas hacia el sur los reyes de León y Navarra, que siempre estaban al loro, ocupasen unas plazas fronterizas que hacía tiempo llevaban reivindicando.

      De Europa acudieron: franceses, italianos, lombardos y alemanes. Llegaron con ganas de incordiar y con la intención de obtener un excelente botín sin mirar su procedencia. Alfonso no tuvo más remedio que sacárselos de encima para evitar males mayores, perdiendo de esta forma un tercio de sus efectivos antes de comenzar la batalla. Regresaron a sus lares los francos saqueando todas las juderías que encontraron a su paso, por lo que no se fueron con las faltriqueras vacías que en definitiva era su objetivo.

     El Rey de León, Alfonso IX, se inhibió esperando sacar más tajada de una posible derrota de su tocayo que participando en la pelea. Sí se presentaron algunos caballeros leoneses por su cuenta, lo mismo que portugueses ya que su rey también se llamó andana.    

     Sancho IV se presentó con sólo doscientos caballeros, pero por lo menos él se jugó el tipo. Ganó prestigio, unas cadenas para su escudo y las plazas fuertes que reivindicaba a Castilla y que finalmente Alfonso VIII le cedió.

     Alfonso VIII vengó su derrota en Alarcos, sufrida unos años antes, y ocupó los puntos clave que le permitían un acceso rápido y seguro a Andalucía. Su sucesor Fernando III se benefició de ello.

     Finalmente Pedro II de Aragón se presentó con la segunda fuerza más importante, unos ocho mil hombres, todos de elite y entre los que se encontraban numerosos almogávares. A diferencia del rey de Castilla, Pedro II era todavía joven y esta victoria le abría las puertas de la fama y de los reinos de Mallorca y Valencia. Quiso sin embargo antes limar sus diferencias en el norte con Simón de Montfort y pocos meses después se vieron las caras en la Batalla de Muret. La superioridad de los aragoneses era evidente y la victoria se daba por segura. Sin embargo la perdió. Cuentan las malas lenguas que acudió a la batalla borracho, después de una noche de sexo, droga (vino) y no añado Rock and Roll porque el Elvis todavía no había nacido. Su muerte puso en peligro la integridad de su hijo Jaime y retrasó la conquista de Mallorca y Valencia una generación.

     En un pasado viaje a Cataluña pude comprobar que todavía hay algunos que recuerdan con nostalgia la “Desfeta de Muret”. Espero que los valencianos no seamos tan simples y por una vez conmemoremos como merece el aniversario de una batalla (aunque la ganamos), que conforme iban las cosas en aquella época, en caso de haberla perdido hubiese retrasado la reconquista de Valencia en por lo menos cien años. A menos que alguien piense como mi tatarabuelo que decía que con los moros vivíamos mejor.

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