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A MODO DE REFLEXIÓN
(por Antonio Aura Ivorra)


Cortázar lo dijo: “Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad.” Nos servimos de las palabras como si fueran clínex de usar y tirar. Si no hay correspondencia entre lo que se piensa y lo que se dice, de tanto repetirlas y falsearlas hasta hurtar su significado se debilitan, enferman y devienen acomodaticias, desprovistas de esa fuerza de convicción que les procura su concordancia con la visión de la realidad, aunque sea errónea, de quien las pronuncia. (Dejemos para los filósofos las disquisiciones –no son pocas– que procedan).

En demasiadas ocasiones, las palabras se aliñan hasta desvirtuar lo que son: la expresión de un pensamiento, de un concepto. Cuando se discursea tergiversando el contexto y confundiendo conciencias, se prostituye el vocabulario privándolo de claridad para utilizarlo malintencionadamente no como alimento de la razón sino como cebo con pretensiones ocultas: “El crimen será cometido mientras los criminales no sean considerados como tales.”(Bill Dana). Desde el poder, que sabe que el lenguaje es el principal instrumento de manipulación, la palabra dice lo que él quiere que diga. Conocemos la fuerza de las palabras y su capacidad de influir: San Pablo, en su epístola a Santiago (3, 6) afirma terminante por un lado que: “La lengua es fuego, un mundo de iniquidad” y por otro, en contradicción, “… recibid con mansedumbre la palabra injerta en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Ponedla en práctica y no os contentéis sólo con oírla, que os engañaría.” (1, 21, 22), consciente de esa fuerza.

          Hay demasiados expertos en la técnica para la sublimación de la mentira. No se conforman con manifestar lo contrario de lo que saben, creen o piensan, sino que, además, la maquillan con tintes de aparente normalidad. Saben que con el poder de la palabra son capaces de conseguir cuanto deseen; ¿habrá algo con más poder que el de la comunicación, que sirve para contrastar conocimientos y llegar a acuerdos? Por eso aquellos expertos las manipulan a su antojo. A menudo, y aunque con el tiempo esas palabras maltratadas recobran inexorablemente la fuerza suficiente para descubrir y denunciar la fatuidad de quien las pronuncia tras la cortina del lenguaje “políticamente correcto”, se ampara un vocabulario viral que pervierte. No olvidan que el lenguaje, en no poca medida, ajusta, regula comportamientos de unos y otros: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. … Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio…” (El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; capítulo I). No hay para menos. Y con su terca verborrea, digo, corrompen su ámbito, al que, como al campo, no se le pueden poner puertas.

          De ese modo se pasa de sesgar el discurso al comportamiento o conducta –cuidado, que también es gobierno, mando, guía, dirección– reprobable, que se desliza gradualmente con el amparo de leyes a la carta y la indiferencia generalizada hacia la deshonestidad. Así, frente a la corrupción, la honradez, que sólo debería ser virtud, se convierte en sacrificio, arduo esfuerzo permanente al que deben someterse las personas, no todas lo hacen, para mantener su integridad.

          Y así termino: “Porque os hago saber, amigo, que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y a la mala ventura, y aún a otras cosas que se sienten mejor que se dicen.” (Capítulo XXXI de El Quijote).

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