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CORILLEO, HONOR Y VERGÜENZA
(por José Antonio Marín Caselles)


Muchos intelectuales de las ciencias humanas ven el Mediterráneo como un área cultural, cuya gestación comienza antes incluso de la romanización (“mare nostrum”). Otros en cambio rechazan esta semejanza cultural porque la llegada del Islam introdujo una cuña, una salvedad, con perfiles fronterizos muy marcados que blindan esa civilización “hacia fuera”. Pero unos y otros destacan el honor y la vergüenza como características comunes de ese área, incluso en poblaciones bereberes bastante alejadas, “donde reina un altísimo sentido del honor”. [1]

  

Tiene HONOR el individuo que personifica los principios y valores comunes de la sociedad. Es algo más que un comportamiento correcto. El hombre de honor es un modelo de integridad moral. Se identifica con el ethos social y la sociedad le recompensa reconociéndole un prestigio y otorgándole un alto estatus social. El honor es el patrimonio más importante de una persona y cuando alguien lo ha considerado mancillado ha reaccionado para restaurarlo incluso desafiando en “duelo a muerte” al culpable. Por el contrario, la persona sin honor es menospreciada. Sin honor, socialmente, se es poca cosa. “Mediante el honor, cada uno se asegura el respeto de los demás” [2] Honor y deshonor acercan o alejan a las personas del respeto y la estima social. LA VERGÜENZA, como sinónimo de deshonor, es un sentimiento personal negativo y penoso de indignidad, percibido como castigo y sufrido por una falta, ofensa o agresión al propio honor (“vergüenza debería darte…”, escuchamos a veces). Ambos conceptos, honor y vergüenza, presentan, pues, una estrecha relación en cuanto base de la reputación humana.

  

EL COTILLEO, en sentido amplio, “cotilleo de vecindad”, no es más que un flujo de información que circula por cualquier rincón donde se relacionan las personas. Pero a los efectos de esta reflexión, nos referimos al cotilleo en sentido negativo, al destructivo, al que se hace por animadversión, envidia u odio, al cotilleo como colosal maquinaria trituradora insaciable de reputaciones, prejuzgando sin derecho conductas ajenas, haciendo un daño moral irreparable hiriendo lo más sagrado de una persona: su honor y su prestigio. El cotilleo o chismorreo es traicionero, por la vulnerabilidad que ofrece la ausencia de la víctima. Es hipócrita (“te digo lo que me han dicho”, “te vendo lo que me han vendido”), porque el cotilla, sin contrastar el “chisme” lo expande, toma distancia con el criticado y se sitúa en un plano superior de moralidad, quedando como juez-portador de la virtud y la ética social. Y es cruel porque la sociedad castiga y estigmatiza con su dedo acusador.

    

A ese tipo de chismorreo se tiene pánico porque todos tenemos honor y miedo a perderlo. Hay frases con tufillo a estigma: “de esa chica/o han hablado...”. El insulto más cruel y vejatorio que podía hacerse en el pasado a una mujer era “pregoná”: que se hablara de ella. Ejerce así el cotilleo una función de CONTROL SOCIAL, parecida a la ley, porque nos sentimos vigilados y amenazados por él. El cotilleo predispone a la gente hacia una actitud de permanente observación de los demás y provoca en éstos, a su vez, cierta cautela en su comportamiento. Es una sensación que nos molesta a todos cuando nos sentimos observados, vigilados, como por la policía [3]; es el control social del chismorreo al que nos referimos. Cuando alguien vulnera lo que entendemos por ideal ético, los vecinos, vigilantes, se convierten en tribunal que dicta sentencia de culpabilidad contra el transgresor y sus comentarios se convierten en gritos de escándalo. El miedo a vernos involucrados en cotilleos, con razón o sin ella, nos aleja de conductas inadecuadas por temor a ser excluidos de nuestras referencias: familia, amigos, entorno social y de todo lo que configura nuestra identidad social, en la que necesitamos reconocernos permanentemente para no sentirnos perdidos en este mundo.

   

Este tipo de cotilleo tiene efectos perniciosos a nivel de pueblo, donde la gente se conoce, pero no tanto en la gran ciudad porque las personas se mueven más en el anonimato, salvo que tengan proyección pública. Sin embargo han surgido nuevos ámbitos de cotilleo mucho más devastadores por su alcance: el que se da en las cadenas de televisión con programas de larga duración y audiencias millonarias. La TV ha creado una “gran aldea” social habitada por maquinadores y víctimas de la difamación y un numeroso público devoto seguidor de enredos y gatuperios. La estética de la puesta en escena reproduce un “Auto de Fé de la Inquisición”. En ella un grupo de “pseudoperiodistas” de lenguas afiladas, carentes de escrúpulos pero con cuentas corrientes bien nutridas, se constituyen en Sanedrín supremo acusador ante el que desfilan personajes de escasa o nula relevancia social ni intelectual, pero con expectativas económicas, que han protagonizado o conocido alguna noticia escandalosa y con morbo, dispuestos a abrir de par en par las puertas de la vida privada de quien sea o la suya propia por dinero, explicitando de esta forma su prostitución moral. Se suceden en la misma sesión distintas representaciones en las que el veredicto final siempre es la hoguera del escándalo y el desprestigio público, salvo que el entrevistado/a “dé mucho juego” y no interese “quemarlo”. Como con la Inquisición, la delación suele ser el mecanismo desencadenante de la bulla. Todas las partes, acusadores y acusados y, por supuesto la cadena de televisión, están unidos por un interés común, el dinero, suficiente para garantizar escenas e historias inagotables.

   

Es común en las personas moverse por intereses propios, aunque sean espurios y después inventar teorías justificativas. [4] Éstos primero actúan, cogen el cheque y después justifican su intervención: “es que interesa a la audiencia...”, [5] “es que se habló de mí y quiero aclarar…”,”es que…” y van desfilando personajes dispuestos a escandalizar protagonizando el sainete de su propia irrelevancia, frente a los “pseudoperiodistas” travestidos de estrellas que, en connivencia con los otros, sacrifican honor y vergüenza en el altar del cotilleo, donde cualquier infamia tiene cabida, para ofrecerlo a una audiencia sagrada y rentable en términos de share, que asiste perpleja a un espectáculo circense donde se mezclan insultos, gritos, peleas, risas, llantos y rechiflas refrendados, como en un ring, por los abucheos o aplausos de un público dirigido, empeñado también en dictar sentencia.

    

Honor y vergüenza, valores inviolables que identifican a la persona con el ethos social, se convierten en productos que se compran y se venden por un precio, según el morbo del asunto, el tamaño del escándalo y la capacidad negociadora de las partes. Como cada vez el número de actores es mayor, los “programas basura” se prodigan más y la audiencia en vez de disminuir aumenta, se va expandiendo una nueva conciencia social anestesiada, porque la frecuencia del escándalo y su publicidad lo socializan y se percibe menos grave de lo que es. Honor, vergüenza, y la moral con ellos, se relativizan y pierden importancia. Lo que importa es “la pasta” que se llevan, disfrutar de la vida, estar “en la pomada” y que el teatro y la farsa continúen, que ya inventaremos nuevas historias, verdaderas o falsas qué más da, pero escandalosas, que nos lleven de nuevo al escenario del reparto. El cotilleo aquí pierde su función como control social porque ya no puede atacar un honor inexistente ni destruir una vergüenza enajenada. Los actores no solo no lo temen sino que se prestan a ello voluntariamente y hacen cola esperando su momento de gloria bien retribuido con dinero de la desvergüenza, moneda que se acuña y circula en “ciertos mundillos” amorales de la sociedad.

    

Paralelamente, en otros ámbitos de esa misma sociedad, familias, instituciones educativas, culturales, jurídicas, civiles o religiosas, trabajan por establecer “cortafuegos” que frenen el avance de ese azote social, educando a los hijos en los valores sagrados del honor, el respeto, la tolerancia y la responsabilidad. Ambos tipos de comportamiento pugnan por prevalecer frente al otro. Del resultado de esa hostilidad latente dependerá el rumbo que tome nuestra sociedad en el futuro: hacia un modelo fracasado y decadente o hacia un rearme moral y ético que privilegie la dignidad humana por encima de cualquier cosa.



[1] Fuentes: H. Pirenne, Hess, Llobera (1991).

[2]  Julian Pitt-Rivers, John Peristiany: “Contribuciones a la sociología del Mediterráneo” (Simposio 1965)

[3] Pitt-Rivers, ut supra.

[4] Mussolini ordenó a su filósofo oficial dotar de un “cuerpo filosófico-doctrinario” a su ya implantado sistema fascista para justificarlo. (George Sabine, 1974, p.632).

[5] Pocas cosas despertaban más interés público que las luchas desiguales de hombres contra fieras en el circo romano o las ejecuciones de reos por herejía, estremeciéndose en la hoguera Inquisitorial.

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