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______________________________ a corazón abierto

El despertar del espíritu

Demetrio Mallebrera Verdú ____________________










E
n una colaboración anterior pretendimos, con mucho atrevimiento, introducirnos en lo que dimos por llamar “lo que todos llevamos oculto”, refiriéndonos al espíritu, ese “es no es” que, según quién, cómo y en qué circunstancias, unos llamarán dulcemente corazón, otros serán más técnicos y lo denominarán psique, y no dejarán de haber otros que pasarán de él porque como no terminan de encontrarle explicación y es algo que les supera, dicen así: mejor “no tocallo”. Pese a la osadía, nuestro objetivo era muy sencillo (aunque intencionado): la existencia del mundo interior como un ser que tiene vida propia en pensamientos y en afectos, pero que salen al exterior y se reflejan en nuestro “modus vivendi”. Es de suponer que nació en nosotros en el mismo instante en que vimos la luz de este mundo por primera vez tras los extremos esfuerzos para que así fuera que hizo nuestra bellísima y maravillosa madre (que siempre son palabras mayores que tratándose de quien se trata aún se quedan cortas), y atolondrados quedamos abriendo los ojitos poco a poco para empaparnos de todo lo que nos rodeaba -¡mira que somos curiosos!- dando nuestras primeras muestras de querer saber, de entenderlo. Es el mayor milagro de la humanidad: la vida de la persona.

     Sin conocer nada ni a nadie, y sin que ninguno de los presentes nos conociera hasta ese momento en la sala de partos (o en casa o en el taxi, qué más da), ya se nos vio el plumero (que serían cuatro pelitos desordenados que enseguida vino alguien con colonia y cepillo a peinarlos). Ya sé que usted no se acuerda de ese momento, pero lo ha visto en otros, y quiero creer que le sigue impresionando. Y qué pasa ahora, al margen de llantos desesperantes que son nuestras primeras voces, precisamente -válgame Dios- para pedir algo: será beber o comer, será un dolor de tripita, claro, es lo habitual; pero también para pedir explicaciones. Aún no tenemos los medios para llegar más lejos, nacemos demasiado limitados, aunque imagínese usted que una de esas lloreras que duran y duran y desesperan a cualquiera, tratara de decirnos: qué hago yo aquí. Pues bien, esta es la cuestión, que todos hemos llegado al mundo no digo yo que con un pan debajo del brazo, pero sí con un cometido que realizar. Que lo encontremos o no, que no sepamos cómo hacerlo, que los demás no sepan explicárnoslo, cabe dentro de las posibilidades, o mejor dicho, de los riesgos que, en forma interrogadora casi siempre, nos acompañarán toda nuestra vida. Mientras no nos digan qué hay que hacer llevamos una vida muelle que a lo sumo lo que puede hacer es soñar porque se pasa uno de niño muchas horas durmiendo. Hasta que, como en el cuento de la Bella Durmiente, viene un príncipe a despertarnos con un beso.

     A espabilarse tocan. A aprender avisan. A instruirse llaman. La madurez es un intenso y largo camino en el que ya intervienen todos los estratos de nuestra personalidad. A partir de ese beso principesco (no se haga ilusiones, es el futuro que llama a la puerta, o el destino que tanto se proclamaba en las antiguas mitologías, o la consciencia, ¡ea!, que empieza a espabilarse, que nota que se va haciendo mayor), la pequeña célula de nuestra base biológica pero con capacidad de muchas megas porque contiene todo el patrimonio genético heredado de nuestros padres, ha recibido la responsabilidad de desarrollarse sola. Vale, hay que ayudarla, alimentarla bien, poner orden en su desarrollo y aprendizaje, pero va camino de llegar a su perfección fisiológica. La vida interior, aunque ya existente, se percibe pero crece con más lentitud. Los antropólogos dicen que vivimos mucho tiempo antes de que nos demos cuenta de lo que significa vivir. Con la llegada de la adolescencia, el espíritu apenas está estrenado, piensa en abstracto, luego lo va concretando, aunque no deja de hacerlo hasta su declive. Es la hora (los años) del verdadero despertar que los tutores no podemos descuidar.

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