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Cosas de la vida

Francisco L. Navarro Albert ____________________

 

 

 



Hace unos días, estaba en casa plácidamente sentado, inmerso en la lectura de un libro, cuando me distrajo la voz de mi esposa. Según pudimos aclarar después, me había dicho: ”He visto hoy una niña con una mirada muy dulce” y yo había respondido: “Sabes que la piña, aunque sea dulce, no me gusta. Si quieres voy en un momento al supermercado”. Ella, a su vez, dijo: “Tienes razón, el mar está un poco picado”. La verdad es que quedé confuso, porque aún no le había hablado de mi intención de ir a la playa. No obstante, como la conversación no continuó, volví a quedarme absorto con la lectura.

     En otra ocasión, íbamos dando nuestro paseo diario, cuando me vino a la mente una situación ocurrida días atrás y empecé a hablar: “Una compañera, bastante discreta…” Mi esposa me interrumpió, distraídamente, respondiendo: “¿Qué me dices de la  bicicleta?”

     Después de estos hechos, tomé la determinación de hablar muy seriamente con ella, porque entendía que el asunto estaba tomando su importancia. A la vuelta de uno de los paseos, le pedí que nos sentáramos en el sofá, para dialogar tranquilamente. Inicié la conversación  diciendo: ”Ya sabes cómo te quiero” y ella respondió: ”Yo también como mero, pero no estamos para gastos”. A lo que argumenté, convencido: “Pero, adonde vamos, no hay gatos”. Nos miramos a los ojos, ambos con cara de incredulidad y empezamos a reír, primero de manera suave, para luego irrumpir en estruendosas carcajadas, mientras las lágrimas recorrían nuestros respectivos rostros.

     No lo pensamos más y, después de aclarar esta suerte de malos entendidos e interpretaciones erróneas, tras un análisis profundo de la situación, hemos llegado a la conclusión de que lo nuestro no es demencia senil, locura pasajera, ni nada por el estilo. Se trata, lisa y llanamente, de sordera. Así que antes de que ocurra algo peor, como podría ser que le diga: ”Te quiero, ardo de amor por ti” y reciba por respuesta: ”Ya he llamado a los bomberos”, decidimos ir a la consulta del otorrinolaringólogo.

     Costó bastante conseguir la cita, porque hice la petición por teléfono y la recepcionista me preguntaba quién era, a lo que yo respondía: ”sordera”. Menos mal que mi esposa dijo que pusiera el altavoz del teléfono y al final conseguimos entendernos.

     Cuando llegamos a la consulta, me identifiqué ante la recepcionista y le hablé así: “Me indicó Vd. que se llamaba Sofía, ¿verdad? “, a lo que respondió: “No, le dije que se paga al contado; aquí no se fía. Pase, por favor, a la sala de agudos”.

     Y es que, aunque no nos guste, los años van pasando factura; la paciencia se reduce, el genio se agiganta, los sentidos corporales están oxidados y llenos de  telarañas y en lo que un día fue maravilloso “nidito de amor”, nos encontramos ahora con que las sábanas raspan un poco. Podemos quejarnos de la vida pero, al menos, hemos llegado hasta aquí. Seguro que hemos pasado y algunos todavía estamos en ello, momento malos, muy malos. Podemos estar todo el día con la cantinela: “Si no fuera por…” pero, seguramente, habremos tenido, como poco, un instante en nuestras vidas en el que llegamos a sentirnos en la misma gloria. Ahora, quizá, será el momento de centrarnos en ese instante; en cómo conseguimos llegar a él y, tal vez, quizá tal vez, hasta lleguemos a escuchar el dulce sonido de la naturaleza, mientras nos fijamos en ese árbol, quebrado por el rayo, en el que están asomando, tímidamente unos nuevos brotes.

Nota: cualquier parecido con situaciones o personas reales es fruto de la casualidad (si no pongo esto mi mujer me mata).

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