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Una experiencia con "mala pata"

Maria Teresa Ibáñez ____________________

 

 

 

 

¡Qué mujer más desagradable! Me miró con el ceño fruncido y cara de pocos amigos. Yo saludé al entrar -bueno, cuando me entraron- y ella lo único que dijo fue: “qué rabia, con lo bien que estábamos solos”.

     Aquella mañana, 22 de Septiembre del año pasado, me levanté con ganas de hacer muchas cosas. Empecé a quitar cortinas para lavarlas; cuando iba por la tercera quise descolgar a la vez la galería de madera que era más pesada de lo que yo creía. El peso me empujó hacia atrás y como llevaba las manos ocupadas y no podía sujetarme a la escalera, me fui abajo dándome un golpe tremendo. Solo pude incorporarme un poco y quedar con la espalda apoyada a un mueble, y menos mal que la galería no me cayó encima, porque quedó atascada en la pared que hacía ángulo. Tenía un dolor horrible en la parte izquierda. Me di cuenta que el pie lo tenía torcido hacia fuera y por eso supe que tenía la cadera rota, pues así se le había quedado el pie a mi padre y a mi abuela cuando se la rompieron.

     ¡Dios mío, qué apuro! Estaba sola en aquel pueblecito de La Mancha; en una casa grande cuyas paredes miden casi un metro de grosor.

     Señor, dije, en tus manos me pongo totalmente, si tú no me ayudas, no sé cómo voy a salir de ésta.

     Había dejado -menos mal- abierta la ventana de una de las habitaciones que dan al salón, y empecé a gritar: ¡socorro, ayuda! Nadie me oía, pues cada vez queda menos gente en el pueblo y las calles suelen verse vacías. Me estaba quedando afónica y no aparecía nadie. Por fin noté como levantaban un poco la persiana de la ventana abierta. –“Maite, hermosa ¿qué te ha pasao?” (Eso de hermosa se lo dicen a todas, lo mismo que en La Vila dicen reina y en Ayora, bonica.)  Reconocí la voz de Josefa, que vive en la calle de atrás y que siempre que voy al pueblo viene a verme. ¡Ay, Josefa!, le dije, me he caído de la escalera y creo que tengo la cadera rota. ¿Cómo podemos entrar?, me preguntó. Le dije que Bautista, el primo de mi marido, tenía llaves de casa, pero como era la víspera del patrón del pueblo, él y su mujer se habían ido al pueblo de al lado a hacer compras.

     Cerca de mi casa estaban arreglando la fachada y un albañil saltó desde un andamio al patio que tengo delante y así pudo abrir a cuatro o cinco mujeres que se juntaron en un momento, -eso es lo bueno de los pueblos pequeños, que aunque se chismorree mucho también hay mucha solidaridad entre todos-. Una de ellas, de rodillas a mi lado, me hacía aire con un cartón, otra me tapaba con algo, pues lo mismo tenía calor que frío. A Josefa le dije que guardara la carne que había sacado para la comida y me fregó los cacharros del desayuno.

     Les pedí que me trajeran un bolso que había en mi dormitorio. Parecía que estuviera preparado para la ocasión pues en él tenía dinero, llaves de aquí y allá, tarjetas sanitarias y del banco, etc., solo tuvieron que añadir el móvil. Les dije que llamaran al 112. Como el médico que va al pueblo ya se había marchado, no me pudieron poner ningún calmante. Llegó la ambulancia, les pregunté si me podían traer a Alicante y me dijeron que no, que tenía que ser a Cuenca. (Cuenca está a 100 kms., la carretera tenía muchos baches y yo mucho dolor, lo pasé un poco mal)

     Confirmaron lo de mi cadera y dijeron que me tenían que operar. Es cuando me llevaron a la habitación donde estaba María “la gallega”, así la llamo porque debía serlo por el acento que tenía. Con María estaba un hijo de unos 25 o 30 años. Era escuchimizado y bizco, pero debía ser buen chico porque para aguantar a su madre…  No lo dejaba en paz ni un momento: “Carlos, abre la ventana, Carlos, cierra la ventana”. Yo era la que estaba al lado de la ventana y no rechistaba, para ella yo no existía, y seguía: “Carlos, ráscame la pierna, Carlos, muéveme la almohada, súbeme para arriba, a ver si puedo tirarme un pedete”.

     Llamé con el móvil a la sobrina que mejor me podía ayudar por ser médico. Me dijo que haría enseguida las gestiones para llevarme a Alicante. Al poco rato empezó a llamarme toda mi familia. Todos cariñosos, solícitos y dispuestos a ayudarme en todo. El teléfono lo tenía colgado cerca de la cabecera y estirando el brazo podía alcanzarlo, pero más tarde, como apenas me podía mover, me fue imposible descolgarlo y le pedí por favor a Carlos que me lo diera. A la segunda vez que me lo dio, dijo María que su hijo no estaba allí para cogerme a mí el teléfono. Menos mal que me sentía con mucho ánimo y con mucha paz porque si no me hubiera echado a llorar. ¿Cómo puede haber gente así? No paró en toda la noche. En cuanto veía que su hijo se quedaba dormido lo recriminaba diciendo: “yo aquí sufriendo como un perro y tú durmiendo”, y si tardaba un poco en hacerle las cosas, decía que a otras ayudaba y a ella no. Hubo un momento en que no me pude aguantar y le dije buenamente que aunque su hijo estuviera despierto toda la noche, no por eso le iba a doler menos (la habían operado de una cadera por desgaste). A las enfermeras las trataba amablemente pero en cuanto salían de la habitación las ponía verdes.

     A medio día llamaron mis sobrinos diciendo que estaba todo y que a las cinco, más o menos, llegaría la ambulancia a recogerme. Me alegré mucho, me despedí de Carlos y su madre y le deseé que pronto estuviera bien.

     El martes, a los seis días de haberme caído, me operaron. Todo fue bien, mientras lo hacían quise pensar que estaba en una carpintería y que esos martillazos que oía y ese ruido que hacían al enroscar los tornillos no tenían nada que ver conmigo.

     Todos fueron buenos, todos se portaron bien, tuve a mi lado a mi familia que es uno de los mejores bienes que se pueden tener cuando hay cariño entre todos.

     En cuanto a Carlos, dudo que encuentre novia, no porque sea escuchimizado y bizco sino por la “prenda” que tiene de madre.

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