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Mendicidad

Gaspar Pérez Albert ____________________

 

 

 

 

Caminando por una gran ciudad –no importa cual- llegué a una de sus grandes y céntricas avenidas frecuentada por un gran número de vehículos y, sobre todo, por transeúntes, es decir, peatones. Al llegar allí, nada más iniciar mi recorrido, en una de sus aceras observé la presencia de un hombre de mediana edad y correcta apariencia, que mantenía en sus manos un cartel escrito en vistosa pintura roja que decía simplemente “CAMIONERO EN PARO”. A pocos metros de allí otro hombre, asimismo de edad mediana, anunciaba en otro rótulo que tenía familia compuesta de varias personas que dependían de él y carecía de recursos por estar sin trabajo y sin subsidio alguno. Ambos tenían delante, extendido sobre un periódico, un platillo sobre el que esperaban que los viandantes dejaran una pequeña ayuda con la que hacer frente a sus respectivos problemas. Esta situación se repitió a lo largo de mi recorrido, con o sin rótulo, simplemente con ropas viejas, descalzos o mostrando sus deficiencias físicas en aquellos desgraciados casos en que existían.

 

     Entre tanto, entre la gente que iba y venía, aparecían personas, hombres o mujeres que, alargando su mano, solicitaban ayuda para cualquier fin, como viajes, compra de libros para los hijos, etc., pero sobre todo para comer, pues aseguraban que padecían hambre desde hacía varios días. En estos casos, si a alguno de ellos le ofrecían un bocadillo, leche o cualquier otro alimento, la mayoría lo rechazaba alegando que si la ayuda era en dinero ellos la distribuirían de forma más adecuada a sus necesidades personales y familiares. Tal actitud resultaba, cuando menos, sospechosa, y delataba la presencia de la picaresca, tan extendida en España a través de los siglos, en la persona que solicitaba la ayuda.

  

     Todos estos “mendigos” abundaban también en cualquiera de los lugares de concentración de gentes, como espectáculos, supermercados, playas en verano, etc.; y a la vista de tales actuaciones se confirma sobradamente la profunda crisis económica que todos estamos sufriendo en estos difíciles tiempos actuales. Y no me atrevería a citar ninguna causa ni culpable determinado. Para eso ya están los diversos medios de comunicación, que diariamente nos machacan con noticias y comentarios sobre nuestra tan manida crisis.

 

     Quiero citar también a aquellos músicos callejeros que en cualquier esquina y mediante los más variados instrumentos nos ofrecen sus particulares conciertos con mayor o menor virtuosismo y pericia. Creo que éstos nos ofrecen algo, aunque no sea valioso, incluso rayando lo pintoresco a veces a juzgar por lo que se oye, a cambio de nuestra ayuda. Al menos su intención es honesta. En general todos vienen a ser necesitados, casi mendigos, y por ello una de sus importantes bazas para llamar la atención y lograr su objetivo es dar lástima, y así sus semblantes y humor son patéticos, con expresiones de pena y dolor, con muy pocas excepciones. A este respecto quiero relatar como anécdota que un joven que hacía sonar una melodía, irreconocible por cierto, con una pequeña flauta, paró de tocar y me dijo: “Señor, solo me faltan diez céntimos para llegar al millón de euros. Por favor, ayúdeme a conseguir el sueño de toda mi vida de ser millonario”

 

     Toda esta mendicidad, en sus diversas formas o versiones, es consecuencia de la delicada situación económica por la que estamos atravesando y las personas de buena voluntad y de gran bondad en sus corazones suelen sufrir cada vez que no pueden atender una de estas peticiones de ayuda porque también a ellas les alcanza, como a todos, la susodicha crisis y aunque suelen tener en cuenta la posible picaresca existente en algunos de estos “necesitados”, sufren y lo pasan mal por no poder hacer algo más para remediar la verdadera necesidad que, en general, estos solicitantes de ayuda padecen. Y llegan a sentirse injustamente culpables de una situación de la cual casi todos somos víctimas y no verdugos.

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