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Pascualico (1ª parte)

Maria Teresa Ibáñez ____________________

 

 

 

 

Pascualico ya era guarda del “Carrascal” cuando yo nací. Siempre vivió en la sierra de Ayora pues sus padres estuvieron de medieros en distintas fincas de allí. Hay muchas masías en Ayora, no en vano es el segundo pueblo de la provincia de Valencia más grande en cuanto a término.

 

     Él solo pudo ser guarda pues nunca se casó, y un hombre solo era poco para llevar una finca a pesar de que los beneficios que generaban casi todas ellas eran de los pinos que nacen y se mantienen sin el cuidado de nadie. Vivía solo pero estaba rodeado de nombres femeninos. Tenía una burra vieja que se llamaba Pascuala, otra joven que se llamaba Juliana, la gata era Emilita y la perra Lola. También tenía gallinas, pero a ellas, que yo sepa, no les ponía nombre.

 

     Pascual tenía los ojos azules y una hermosa nariz (lo de hermosa lo digo yo por lo grande, no por bonita); sus orejas también eran grandes, el pelo lo llevaba peinado hacia delante. Casi siempre llevaba pantalones de pana, a veces con algún remiendo que él mismo se hacía. Sus camisas solían ser de color azul añil, no sé quién se las hacía o dónde las compraba. Una faja negra le rodeaba la cintura y un chaleco del mismo color le colgaba a veces de un solo hombro; del bolsillo del chaleco le salía como un churro despistado una mecha enroscada de color naranja con la que encendía los cigarros que él mismo se fabricaba.

   

     Tenía una sonrisa simpática y socarrona y lo mismo a los niños que a los mayores nos gustaba hablar con él. A los niños nos distraía contándonos cosas que a veces creíamos y a veces no, y a los mayores les gustaba escucharlo porque decía cosas tan sencillas y verdaderas que captaba su atención. No había hecho la “mili”, que era la aventura más importante vivida para muchos de los hombres que vivían en la sierra. Se libró de ella porque a su padre lo mató un rayo. Al pueblo bajaba solo con sus burras para abastecerse; el pan se lo hacía él, pues lo mismo en su casa que en la de los medieros había horno.

 

     No se casó porque en aquellas soledades era difícil encontrar pareja, pero alguna vez contó que estuvo a punto de hacerlo con una viuda que tenía un hijo. Se dio cuenta a tiempo de que solo lo querían para trabajar y puso tierra de por medio porque eso de trabajar a él no le gustaba mucho, por eso el oficio de guarda le iba muy bien. Salía temprano con su banda de cuero atravesada sobre el pecho con su placa redonda y brillante y si hacía mucho calor o tenía pocas ganas de andar se tumbaba bajo un pino o una carrasca con la gorra sobre la cara y se echaba una buena siesta.

  

     La verdad es que no hubiera podido denunciar a nadie ya que no sabía leer, además decía que para denunciar a alguien tenía que tener uno “punchas en el corazón”. ¡Vaya un guarda más singular!

  

Todos lo apreciábamos mucho, no concebíamos el carrascal sin él. Era como parte de la misma finca, del paisaje que veíamos cada día al levantarnos.

 

     El “Carrascal” está a 1009 metros de altitud. Había mañanas calurosas en que podíamos bañarnos en “El Reguero” pero al atardecer casi siempre hacía fresco; algunos días amanecía con una niebla espesa y otros, ya por la tarde, bajaba hasta tocar el suelo envolviendo los pinos como un sudario blanco, haciéndoles parecer fantasmas. En esas ocasiones Pascualico se asomaba a la puerta de su casa y gritaba: “Ya viene la lobaaa” (se refería a la niebla) y a los más pequeños nos daba un repelús.

  

     Nos gustaba mucho, en esas tardes que salían frías o con niebla, ir todos los jóvenes o niños a pasar un rato en casa del guarda. Siempre tenía la chimenea encendida. Allí, alrededor del fuego, unos y otros contábamos cosas.

  

     Una de esas tardes nos contó Pascual que siendo fiestas en el pueblo, donde se soltaban varias vacas cada tarde, se fue con ilusión de pasar un buen día a pesar de que la plaza se cerraba con maderas sobre las cuales se hacían los tablados para los espectadores. Una de las vacas, dando un buen brinco se escapó por la parte que se abría y cerraba cada mañana para el encierro. Nadie supo hacia dónde se había ido. Pascual se marchó para la sierra un poco preocupado pensando en la vaca, pues dos años antes se había escapado una que se metió por las calles del pueblo y embistió a una mujer que caminaba tranquilamente de espaldas a ella haciéndole mucho daño.

  

     Iba a buen paso para que no le cayera lo noche encima. De pronto, oyó como muy lejos un tintineo y apretó el paso (puede que esa vaca llevara cencerro para que con su sonido fuera más fácil encontrarla). Cuando más deprisa andaba más cerca la oía, miraba alrededor y no veía nada, solo pensaba qué podía hacer o adónde se podía subir si de repente aparecía la vaca.

  

     Después de dos horas de angustiosa marcha, por fin llegó a su casa, sudando aunque hacía frio, cerró la puerta y respiró aliviado. ¡Demonios de animal! Le había seguido todo el camino sin dejarse ver. Fue a cortarse un trozo de pan y queso para cenar y no encontró la navaja que siempre llevaba en el bolsillo. Se dio cuenta de que la había metido dentro de la fiambrera, que era, como casi todas entonces, de aluminio. El roce de la navaja con la fiambrera era el cencerro de la vaca que le había llevado por la calle de la amargura.

   

     Todo esto nos lo contaba tan bien y con tanta emoción que parecía que de verdad le hubiera pasado, y nosotros le escuchábamos embobados mientras en el fuego asábamos mazorcas tiernas de maíz, recién cogidas.

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