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Y yo que creía que estaba de vuelta

Antonio Aura Ivorra ____________________

 

 

 

 

 
¿A mí?, ¿a mí qué me vas a contar? Yo ya estoy de vuelta, amigo… En mis tiempos de audacia, convencido de mi energía, tal vez como todos los que con esfuerzo se labran el futuro, llegué a pensar así sin asomos de duda. Fueron tiempos, que hay que recorrer, de mucho atrevimiento, corta forja y conocimientos de manual. Nuestro deseo entonces era crecer, cumplir años, acceder al porvenir: (“Yo, cuando sea mayor…”, decíamos). Y ya en la plenitud de facultades, volcados a la familia, al trabajo, a nuestras cosas, llegamos a creernos seguros, estables… sin darnos cuenta de que seguíamos tratando de acceder al porvenir porque ni siquiera precariamente nos instalamos en él. En mejores o peores condiciones físicas, disminuidas en todo caso, nos queda todavía mucho camino por recorrer. Nos lo descubre nuestro tiempo, que ya es de sosiego y reflexión porque libre de arrendamientos nos pertenece sin menoscabos, enriquecido además con el bagaje de la experiencia. Pero, inexorablemente, el tiempo pasa y abrevia aunque imaginemos con optimismo engañoso ralentizarlo. Solo cuando los proyectos se reducen y el tapiz de los recuerdos, tejido con trama de complacencia y urdimbre de nostalgia, confunde nuestra existencia, nos damos cuenta de que nadie está de vuelta.  

     No hemos llegado hasta aquí de repente. Sin intimidación, como a hurtadillas, poquito a poco se nos ha ido agotando aquella energía de otros tiempos pasados, que creímos inacabable. Flaquean los bríos sin apenas apercibirnos y es ahora cuando nos damos cuenta de ello, inmersos ya en esta fase del proceso vital en la hecho. Nos sentimos vulnerables. Y como reflexionar es considerar nueva o detenidamente una cosa, ya asumimos que el porvenir es una ficción que solo consolida el transcurrir de los días. Día  a día. Importa el hoy. 

     Creímos que solo envejecían los demás, pero ─aunque también para esto hay que ser afortunados, pues no todos llegan─, unos antes que otros, algunos con disimulos estéticos o atrevidas restauraciones, los que quedamos envejecemos. Todos. Por eso, y porque cada vez vivimos más tiempo, necesitamos aprendizaje permanente; así que, todavía lejos de ser una carga, algo podemos y debemos aportar para lograr ese bienestar colectivo al que aspiramos, a semejanza de lo que con las asociaciones simbióticas nos muestra la naturaleza. No basta con asumir esa posibilidad cierta de ser longevos, sino que hay que aprovecharla y hacer que fructifique. Pero anclar nuestros particulares intereses sin límite ni consideración alguna a los de los demás, corrompe nuestra sana apetencia de bienestar social, que parece haber olvidado la prudencia, “virtud que consiste en discernir y distinguir lo que es bueno o malo, para seguirlo o huir de ello.” Eso dice el diccionario. Los tiempos que nos toca vivir, repletos de arbitrariedades hasta ahora impunes, nos conducen a esta reflexión. 

     Está demostrado que el aprendizaje contribuye a la salud y aumenta la autoestima, la confianza y el bienestar no solo de la persona sino también el de la colectividad a la que pertenece. Seguro que ese proceso siempre inacabado de aprender, que implica el humilde reconocimiento de ignorancia, nos permitirá entablar relación con otras personas, jóvenes o mayores, con quienes podremos observar y analizar fenómenos o conductas y compartir experiencias desde otras perspectivas novedosas y enriquecedoras. ¿Cómo, pues, vamos a estar de vuelta, si vivir es un  avance continuo, sin posible retorno?  

     Seguimos con el tiempo a nuestro lado. Afortunadamente.

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