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Es historia

Gaspar Llorca Sellés ____________________

 

 

 

 

Está en mi recuerdo: se repite durante la década de los cuarenta, en un callejón sin salida donde el exiguo espacio peatonal se invade por redes que nacen de la aguja y las manos femeninas que las tejen. Dependiendo del grosor del hilo original en que son fabricadas, serán enormes o mucho más finas. El telar humano lleva un ritmo acelerado y rápido o más flojo y pesado, dependiendo siempre del hilo causador. La fémina, falda larga y blusa, es luminoso reflejo de cielo y sol levantino. Ella, sentada en silla de enea bajita, descalza o con alpargatas según época y pañuelo de colores en la cabeza, muchas, demasiadas veces el negro en recuerdo del que se fue, teje con la aguja que viene llena del hilo metiendo y atándolo en un molde de madera fina, de cuya anchura depende la malla  que se quiera dar. La red que se va haciendo pasa del respaldo de la silla alta al suelo, de donde se recoge y se lleva a la fábrica para montarla y confeccionar definitivamente las redes de pesca.

     Son cuatro o cinco las rederas que están con sus labores; sus charlas y comentarios son continuos, de todo saben y de todo critican, tienen a su alrededor algún jubilado o menor que desde el carrete saca el hilo llenando las agujas. Si hay dos o más ayudantes masculinos dominan el foro, la mujer escucha o hace que está atenta. Y verdaderamente está atenta al hervor del puchero o a si se ha secado la ropa que tiene tendida entre su ventana de hierro y la de la vecina, si es hora de salida de la escuela y la chiquillería  no llega, o si es ya el momento de abandonar el trabajo para la compra del pan, el aceite o la sal.

     -¡Pon el arroz!, vocea el cabeza de familia que hoy no ha salido a la mar por estar de reparación la barca a causa del motor… -¿Habéis ido a por vino?; pues manda a la chiquilla y que me traiga también una cajetilla de tabaco, yo voy a la barbería un momento.

     Las órdenes son cumplidas o trasmitidas, y vuelve el canto, cantares tal vez con la misma letra pero que salen de unas cuerdas vocales un poco más alteradas y tal vez rebeldes aunque nunca lo manifiesten. Allá en el fondo de la callejuela, una, puede que sea parienta, entona el himno o marcha de Wagner: “Ya t´as casat, ya t´as cagat” y ríe a escondidas a la solterona de al lado. 

     -Madre, voy a echarme un chapuzón y vuelvo, dice el chaval, que deja colgada de una argolla en la pared la bolsa, con libro, libreta y lapicero, que su madre confeccionó de unos pantalones viejos de su tío. – ¡Espérame!, interviene otro. –Acompáñales, hija, y alegra esa cara mustia y diviértete, que pareces una monja, pero no tardéis. ¡Ay, Dios mío, qué juventud la de ahora! Ni empujándola reacciona, ¡qué falta de vitalidad! -Dadles naranjas, se atreve a decir el jubilado. -Y menos mimos y más trabajo, dice otro, pero por lo bajini para evitar escuchas maternas y recibir a cambio vocablos con muchas vocales repetidas y alargadas.

     Se van levantando y arrimando sus labores a la pared, cada una independientemente de momento y hora, pues el cierre es causa de la clase de comida que hay que condimentar. -¿Qué te toca hoy? -Arroz con cebolla y un buen pagel y unas sardinas fritas de segundo. -Y tú, ¿qué tienes? -Voy a hacer un hervido de morralla con unas patatas, que tengo al señor con dolor de barriga, que ayer fue de jarana y el resultado lo pagamos todos.

     -¡Oye, Lola!, ¿cómo tienes al suegro? ¿Ya se levanta? -Sí, pero no quiere salir, no puedo con él, le tenemos prohibido fumar y ya le he pillado varias veces escondiéndose el cigarrillo y yo no sé de dónde los saca. Aunque sospecho de su nieto, mi hijo pequeño, que se los quita a su padre para su querido abuelo.

     De repente, una voz melodiosa y agradecida se alza a los cielos con el grito de “¡Ya sale el sol!”, que se repite una y otra vez como estribillo de canción que sale de un corazón herido de amor. De cursilería nada, ella lo siente y es su verdad y si fueron pobres sus neuronas se le recompensó con creces con un gran corazón. El astro causante de tanto ardor se aleja por el final del callejón, molesto aunque la proclama  le sea diaria. La madre de la vocera  no se avergüenza de su hija: “Es lo mejor que me ha dado Dios”; mi casa no es un valle de lágrimas, es un caladero de bondades. Y sus ojos, aunque húmedos, muestran un brillo de orgullo y satisfacción.

     En la puerta de enfrente se corre la cortina; apoyándose con dos garrotes sale muy despacito la tía Roseta. -¿Dónde vas a estas horas?, le interpela la vecina del piso de arriba asomada al balcón. -Espero a mi hija, mira, allí viene cargada con el bulto de ropa que me ha lavado a la cabeza. ¿Dónde has lavado? Preguntan las cívicas al unísono. – ¡Esperad que descargue!: La ropa blanca, camisas y sábanas al río; la negra y la de mahón las he aclarado en el  agua del mar como siempre.

     Se acera el mediodía y en el interior de las pequeñas moradas se está más fresco; es la hora de comer y la calle queda solitaria, algún rezagado pasa, sobre todo algún mocito o mocita que viene de traerle la comida a su padre que está hilando.

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