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VIDA TRAS LA VENTANA

 

Demetrio Mallebrera Verdú

 

          Cuando quede bien asentado el otoño y la oficialidad nos devuelva la hora que nos hurtó en primavera, favoreciendo que la noche le invada más terreno a la tarde, ya no habrá excusa que jus-tifique que nuestra ventana se quede a medio abrir recordándonos la cerrazón veraniega para que no se calentara la casa más allá de lo conveniente. Si el verano es el periodo más apropiado para sacarle todo el partido posible a la terraza y al balcón, ju-gando con las persianas para regular el flujo de las brisas, el invierno es la estación de los visillos con que esconderse de miradas inoportunas y asomarse para ver mejor los bellos atardeceres que se nos an-tojan más cortos y escabrosos. Cada lugar tiene sus costumbres en este afán de ser más o menos gene-rosos con el uso de nuestras ventanas, que tienen un papel higiénico, iluminador, de arquitectura y de pura energía. No puede negarse que al igual que existe un rol estético y decorativo con el juego de las flores, su abundancia y su colorido, también es un elemento que amplía el tamaño de la vivienda con una prolongación externa, normalmente aérea cuando de altos bloques de inmuebles hablamos en estos tiempos de elevados muros y de colmenas en cuyas celdillas se viven las más diversas y apasio-nadas aventuras domésticas y cotidianas.

          Un edificio que muestra ventanas abiertas y luces tras las cortinas está transmitiéndonos exis-tencia y actividad, latir de personas, ajetreo incluso; en cambio, si las ventanas están cerradas no se tras-luce vitalidad alguna y aquel lugar aparece como abandonado, descuidado, triste, medio muerto. La generalización del aire acondicionado y de medidas de seguridad en las paredes externas puede cam-biarnos estos esquemas clásicos, pero no por eso va a suplir su cometido la ventana tradicional, puesta ahí precisamente como respiradero ante el agobio, como probabilidad inmediata de presentarse para ver qué pasa, como suspiro retenido en una soledad prolongada, como comunicación silenciosa ante el conglomerado vecinal de placetas ruidosas y calles dinámicas. El escritor y académico Antonio Muñoz Molina ha reflexionado sosegadamente sobre la mucha o poca importancia que tiene para la gente el papel que las personas adjudican a semejante ingrediente arquitectónico en su libro "Ventanas de Manhattan".  A  él le sorprenden y le gustan porque

 

son anchas, despejadas, admitiendo espaciosamen- te el mundo exterior en los apartamentos, revelando en cada edificio, como en capítulos o estampas diversas, las vidas y las tareas de quienes habitan al otro lado. Viene a querer decirnos que el cometido de esos miradores es abierto y diáfano y permite la suposición y el escarceo de posibilidades con cobertura para el relato de ficción, como quien se adentra en un misterio y suelta su imaginación.

Distinto es el enfoque de los ventanales de aquí, que mantienen con el exterior una relación difícil, de cautela y de secreto, donde tiene tanta importancia el ser o no ser visto, donde a través de la historia han aparecido los inventos de las persia- nas, de los portillos que facilitan un cierre hermé-tico, de los visillos confeccionados magistralmente a mano con primor, con encajes y puntillas, con bordados y con arte; de las cortinas que pueden conformar un lienzo barroco, recargado, de cuatro pliegues y doble textura, con rizos, bucles, entor-chados, bordones, orlas, ribetes, flecos, o de un subido minimalismo; incluso de las mamparas o biombos, de las celosías trenzadas, de las cancelas adornadas y de las rejas de esmerados barrotes en-trelazados a veces con repujados dorados. En edifi-cios singulares se tiene especial cuidado en dejar iluminados esos huecos aunque sea mediante focos externos, para así evitar la sutileza de la sombra que es como la inexistencia de tan esencial compo-nente. La ventana en sí misma es un anticipo de singularidades, y la ventana abierta es la esponta-neidad, la franqueza, la claridad más natural.

 

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