Índice de Documentos > Boletines > Boletín Marzo 2006
 
CLEMENCIA MIRÓ
 
Del matrimonio constituido por Gabriel Miró Ferrer y Clementina Maignon Maluenda nacieron dos hijas: Olimpia (Alicante, 5 de Octubre de 1902) y Clemencia (Alicante, 30 de diciembre de 1905).

Clemencia vivió como predestinadamente entregada al amor y al estudio del padre, genial escritor, “símbolo y voz literaria de Alicante, no sólo en España, sino en el mundo”, dicho con palabras de Salvador Rueda.

Su quebradiza salud, su debilidad física, su propensión a la enfermedad fueron permanente desvelo, condicionante muchas veces del curso existencial del padre. Así, verbigracia, hallándose la familia en Barcelona, enfermó de tifus (1914), “días terribles -escribió Augusto Pi Suñer- de angustia y de peligro. Miró ya no escribe, no se separa de la cabecera de su hijita”.

Recuperada la salud, festejándola, Miró compuso el auto La cieguecita de Betlehem, texto que, si representado en el hogar, se perdió para la historia.

Más adelante, en 1921, residente la familia en Madrid, Clemencia vuelve a enfermar y el padre acude a eminencias médicas: Pi Suñer, Pittaluga, Marañón... “Es casi seguro –dice a Oscar Esplá- que me aconsejen salir de Madrid; no sé aún si iremos al Mediterráneo o a la Sierra, al Guadarrama, quizá. Donde sea llevaremos a nuestra hija. Confío en Dios”.

Y, aconsejado por unos y otros y a impulsos de su más íntimo deseo, el escritor decide volver a su tierra nativa, a su “verdad rural”, y se instala en Polop, donde su hija recobró las energías vitales.
Veamos el retrato espiritual de Clemencia Miró, trazado por María Alfaro: “Participó en la vida del mundo –de su mundo-, incluyéndose en un sistema de armonía, en una fuerza que la empujaba más alto, a una presencia eterna y vigilante representada por lo cotidiano: un rayo de sol, una brizna de hierba, la rama en flor de un almendro.
Clemencia se fusionaba con la Naturaleza, y su esencia íntima formaba con aquélla un solo cuerpo de inseparables moléculas, universo milagroso que, al ensanchar su círculo de luz, ensancha también el mundo del conocimiento”.

Así fue su poesía, su palabra hondamente lírica, profundamente elegíaca:
“Me impregnaba de ese aliento otoñal/ de oros muriendo junto a dormidas aguas,/ de troncos exhalando/ la palpitante sensación del bosque,/ mundo animal, de raíces y lluvia,/ de vida y muerte en infinito ritmo/ como las mutaciones del paisaje,/ de la roca marina, la remota evidencia/ de los astros...¡todo existencia eterna!”.

Lírica de raíz, voz original, genuina, la de ese libro titulado Poemas (1959), en el que todo cuanto fue la vida de su autora canta con estremecedora autenticidad.

Vi por última vez a Clemencia a comienzos de julio de 1953 en la “Casa de Sigüenza”, de Polop. En su mirada se despeñaba la noche que no tardó en destruirla. Días después, el 26 de dicho mes y en Madrid, nuestra muy querida amiga entregó su alma a Dios.

Recordemos por último que en su prólogo al libro Imagen y poesía de Alicante (1952), Clemencia habló de la Biblioteca Gabriel Miró “creada con tanto cariño y fervor por la Caja de Ahorros del Sureste de España”.
Y añade: “¡Admirable refugio para estudiar y escribir; para pensar y recordar y hasta para consolarnos!”.

 

Volver