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¡VAYA, VAYA!
 
En mis estudios, siempre insuficientes, aprendí que la comunicación es lo que hace posible que las sociedades funcionen; por medio de ella, los individuos se transmiten información: se establece un código, que se compone de signos combinados conforme a determinadas reglas, sonidos, señales, marcas… que nos permite emitir o interpretar un mensaje, según seamos emisores o receptores del mismo; se trata de conocer el código y las reglas: así una sirena me sugerirá una ambulancia, o bomberos o policía…; el color de un disco del semáforo o una señal de tráfico me indicarán qué debo hacer en una determinada situación… Esos signos me informarán de algo.

Pero en este comentario quiero referirme a los signos principales, a los lingüísticos, que utilizan las palabras tanto habladas como escritas como canal de comunicación.

Últimamente han llegado a mis manos, de manera virtual puesto que la vía ha sido internet, algunas cosas que he tomado a chiste y como tal las he reído. Nos reímos de lo corriente, de lo cotidiano, cuando se nos subraya el hecho con gracia –no todos la tienen- y sin ánimo de ofender; como caricatura, sana y no perversa, de nuestra conducta:

Que una supuesta empresa de Málaga reciba una notificación de embargo de un ayuntamiento catalán, en catalán, y la respuesta, redactada en lengua vernácula también: “Le huro por Dio qu’hemo hesho to lo osible por aclara zi nosotros le debemo a ustede argo o son ustede los que nos tienen que hasé algún pago”, debe ser un acudit,… o chiste que es lo mismo.
Así lo quiero pensar porque tiene gracia la cosa.

Que se nos cuente que en algún ayuntamiento del País Vasco precisan intérpretes para el diálogo entre paisanos –aunque sean concejales, ¡válgame Dios!- me produce, de entrada, hilaridad.
Pero bien mirado, es cosa seria.

Nos esforzamos en aprender inglés, francés, alemán o italiano. Y hasta chino o japonés si se tercia, para establecer fructíferas relaciones comerciales; o para procurar la cortesía entre interlocutores –eso aproxima y facilita la comunicación-, bien porque les visitamos o porque nos visitan. O por deseos de saber. Y sin embargo en nuestra casa común, amplia y diversa, lo que es enriquecedor para todos y elemento de unión se convierte en motivo de discordia, cuando contar con diferentes lenguas para comunicarnos debería movernos a todos a la satisfacción.

Por arte de no sé qué, convertimos en inconveniente lo que debe ser ventaja. ¡Qué absurdo! ¿Por qué no pueden cohabitar en armonía las diferentes lenguas, todas vivas, patrimonio común?
No es requisito esencial para la convivencia –tensa en ocasiones- la amabilidad, ni siquiera la cortesía, pero sí creo que para evitar la tozuda permanencia de esa tensión se requiere un aporte general de moderación, que según el diccionario de la Real Academia Española es: Cordura, sensatez, templanza en las palabras o acciones.

¿Tan faltos estamos de ella?

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