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CUENTO DE PASTORES
 
Aquel otoño llovió poco. En los campos vecinos las retorcidas vides sembraban el suelo con los pámpanos desprendidos por la brisa, y los que quedaban cogidos aún al sarmiento, a punto de caer, mostraban su transparencia dorada y cobre a los destellos solares del atardecer. En aquel monte de jaras y encinas, contiguo a los viñedos, pastaba un ganado de ovejas blancas y algunas pintadas de marrón.

Ya empezaban los primeros fríos y los pastores se arrebujaban en sus gruesas zamarras con agrado; algunos recentales habían nacido tardíamente, y los de más de un día correteaban alrededor de sus madres; otros, con la placenta pegada al vellón, eran atendidos por sus progenitores con devoción maternal, acostados en el suelo, trémulos e intentando ponerse en pie.

Uno de los jovencísimos pastores miraba, recreándose con agrado, el retrato de su novia, que le había regalado en una de las escasas visitas que los pastores hacían al pueblo para repostar, ya que pasaban días y días aislados en el monte, apacentando las ovejas. Los demás hombres guardaban silencio en su trabajo, silencio que interrumpían para dar órdenes a los perros pastores o silbar a las ovejas que intentaban alejarse; uno de ellos tarareaba una canción ancestral lugareña.

En lo alto de la colina ramoneaba una cordera adulta al pie del tronco de una robusta encina. Por la escasez del forraje, los cuidadores del rebaño habían cortado ramas verdes y bajas de los árboles para aumentar así el pasto. La cordera había parido un corderito que estaba triscando a unos cuantos metros, en la ladera, a la vista de su amorosa madre; en parte ocultos a los pastores, estos dos animales estaban también separados del grueso del ganado.

Una zorra, en busca de su pitanza, merodeaba tratando de apresar algún tierno corderillo lechal, que es su más fácil presa. Los perros no olían a la zorra, pues el aire venía de sitio opuesto. Paso a paso, solapadamente, se iba acercando el depredador al indefenso recental.

Al apercibirse la cordera, con los nervios tensos, salió corriendo en ayuda de su tierno hijo. La zorra ya casi tenía en sus fauces al indefenso corderillo y la madre corría, ganando terreno desesperadamente, cuesta abajo y ya próxima a su retoño. En su apresuramiento olvidó soltar la gran rama con hojas que estaba comiendo y la mantenía atenazada fuertemente con sus mandíbulas; mostraba así el animal un aspecto insólito que más parecía un astado ciervo que una inocente cordera, lo que, añadido a la veloz carrera, simulaba un feroz ataque.

La zorra, al advertir la presencia de aquel extraño cérvido cubierto de lana blanca y con unas astas cargadas de hojas, se llenó de pánico y a la carrera huyó del lugar, abandonando la presa.

Del frustrado drama no se había apercibido ninguno de los pastores, a excepción de un zagalillo que quedó inmóvil al no poder acudir en auxilio del cordero por encontrarse alejado del sitio de los acontecimientos.
Al ver el zagal el fiasco de la zorra y el supuesto valor de la cordera, con mirada alegre exclamó: ¡vaya fiera!, y achuchó a las demás reses hacia el aprisco. La madre acarició a su corderito con ternura, soltando de la boca la retorcida rama de encina.

Venía el ocaso, y los pastores, agrupados para pasar la noche, encendían fuegos y comentaban con asombro el relato del zagal sobre el singular combate de una zorra con una “feroz” cordera.

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