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LA ESTRELLA SIN NOMBRE * CUENTO DE NAVIDAD
 
Las estrellas más jóvenes jugaban alegres en el cielo. No se hacían preguntas sobre su existencia y eran felices mientras saltaban a la comba, o emprendían largas carreras por el espacio infinito.

La más vivaracha e inquieta, en una de sus locas carreras penetró en los parajes de la Luna; como era simpática y curiosa entabló conversación con ella, y enseguida se hicieron amigas. Quería que la Luna le contara muchas cosas, sobre todo de aquel planeta azul que se veía dar vueltas a lo lejos.
¡Cómo le atraía a la estrella aquel planeta! ¡Qué hermoso y misterioso le parecía!

- Cuéntame cosas de él. Le decía a la Luna. Y la Luna le hablaba de la Tierra y de los seres que en ella habitaban. Seres diminutos, pero más importantes que los astros, pues estaban hechos a imagen y semejanza del Dios de todo lo creado. La estrella la escuchaba fascinada.

- ¡Cuéntame, cuéntame más cosas!
- Pues -proseguía la Luna- hay noches...
- ¿Qué es eso de las noches? -interrumpía la estrella.

La Luna, llena de paciencia, le explicaba lo que era la noche para la Tierra.

- Hay noches que me ven muy grande desde allí. Ilumino sus caminos y me reflejo en sus mares, y ellos, agradecidos, me dedican canciones y me hacen poesías.
- ¡Huy, qué bien! Cuánto me gustaría a mí ser importante para ellos. Bueno, hacer algo por ellos.
- Hay sabios que estudian el firmamento y cuando descubren una estrella nueva le ponen un nombre. Y mira, ¿ves aquel grupo de estrellas?, le llaman la constelación de “La Osa Mayor”, y la estrella que más brilla es la Estrella Polar. Los navegantes y caminantes la miran con frecuencia para orientarse en la noche, pues siempre señala el norte de la Tierra.

Cuántas cosas sabía la Luna de la Tierra. La estrella la escuchaba embobada. Y se iba a su morada llena de sueños y de resplandores azules de tanto mirar a aquel planeta lejano.

Ya no jugaba casi nunca con sus compañeras. Estaba ensimismada en sus pensamientos y sentía una extraña nostalgia en su corazón de estrella.

Un día, sin pensárselo dos veces, se fue a hacer una visita al astro rey, el Sol. Quería hablarle de sus deseos e inquietudes. El Sol se sorprendió de la osadía de aquel pequeño astro. ¿Cómo se atrevía a interrumpir su descanso con sus tonterías? Pero, después, pensó que la estrella había sido muy valiente y se decidió a escucharla.

Ella le habló de sus descubrimientos y de su deseo de poder acercarse al planeta Tierra y ser útil de algún modo a los extraños seres que en ella había.

El Sol la escuchó con atención, y, traspasándola con su luz, se dio cuenta de que era una estrella sincera, inocente y generosa.

- Muy bien -le dijo-. En la Tierra se avecina un gran acontecimiento.

Puede que haga falta una estrella como tú; ven a verme cuando la Tierra haya dado cien vueltas a mi alrededor. Pero tienes que aprender a ser muy obediente, a caminar lentamente, a quedarte quieta cuando se te mande...

-Lo haré todo, de verdad -dijo la estrella dando un brinco de alegría.

El tiempo pasó volando, pues cien años en el firmamento es un suspiro. Y de nuevo se presentó ante el Sol llena de impaciencia.

El Sol le puso un manto radiante y precioso; al principio le pesaba un poco, pero enseguida se acostumbró a él.

- Dirígete a Arabia, al espacio que en la Tierra consideran Oriente -le ordenó- y yo te iré dando instrucciones.

La estrella estuvo tentada de pasearse delante de sus amigas para despertar su envidia. Y de los luceros (que eran unos presumidos) para que la admirasen, pero venciendo ese sentimiento de vanidad, se dirigió rauda y feliz hacia la Tierra.

Pasó sobre montañas nevadas, ríos caudalosos y fértiles valles. Llegó hasta el mar y le gustó muchísimo, era como un cielo de juguete, azul y limpio y a veces surcado de olas espumosas que parecían nubecillas. Le dieron ganas de echar a correr y zambullirse en aquel cielo pequeñito, donde sería ella la reina, pero se dijo: tranquila, tranquila, no es esa tu misión. La verdad es que soy bastante vanidosa.

Y llegó a las ciudades, y observó a los hombres -el rey de la creación que estudiaba el firmamento y ponía nombre a las estrellas- y se puso triste. Había odios, guerras y esclavitud; sólo daban valor al poder, a la fuerza, a la riqueza... ¿Cómo estaban tan ciegos? ¿Cómo el Dios de la bondad no los barría de un soplo de la faz de la Tierra?

Pero se estaba precipitando, no debía tan pronto emitir un juicio. Además, ella no era quién para hacerlo. Algo había que no entendía, algo se le escapaba. Quizás no todos los hombres eran como aquellos que había visto; pudiera ser que aún aquellos que parecían malos tuvieran en el fondo de su ser algo bueno y grande que los haría merecedores de la vida.
Tendría que seguir observando.

Y llegó al Oriente de la Tierra, y supo que debía permanecer quieta hasta que alguien la descubriera.

Quiso dar algún brinco para llamar la atención, pero su cola luminosa permaneció anclada en el cielo señalando siempre hacia no sabía qué lugar.

Pasaba el tiempo y parecía que nadie la miraba. Hubiera querido gritar: ¡eh, eh, que estoy aquí!, pero no tenía voz, sólo tenía luz, y por eso decidió hacer algunos guiños y emitir los resplandores más bonitos con los que el Sol la había dotado.

De pronto sintió un cosquilleo, una sensación rara. Alguien la estaba observando ¡Qué emoción! ¡Sí!, ¡sí!, la miraban, consultaban libros, la volvían a mirar y se enviaban mensajes.

La estrella estaba expectante, ¿qué pasaría? Vio como en uno de los patios de un palacete se organizaba una caravana: camellos resistentes y lo imprescindible y más necesario para hacer un largo viaje. Debían ser importantes aquellos tres señores, y muy sabios, y también debían ir en busca de algo muy valioso cuando dejaban la comodidad de sus casas y emprendían aquel misterioso viaje.

Se pusieron en camino y ella les conducía empujada por una extraña fuerza. Después de unos días llegaron al desierto. A ella le pareció que era un mar amarillo, quieto, sin olas ni espuma, “el otro me gusta más”, se dijo.
En los oasis montaban las jaimas y descansaban un tiempo, después, sin importarles las dificultades, seguían adelante. ¡Qué pesado era atravesar aquel mar de arena! ¿Cuál sería el objetivo de los Magos para emprender aquel viaje lleno de privaciones?

Y llegaron a una ciudad, la bella Jerusalén, con su gran templo de piedras doradas que resplandecían bajo la luz del Sol. Y entraron en el palacio de Herodes. ¿Será una reunión de amigos? se preguntó la estrella muy decepcionada... Pero para eso -se dijo- no me habrían enviado a mí.

Efectivamente, sólo estuvieron un tiempo. Cuando ya Herodes se enteró de lo que buscaban les dejó marchar, pidiéndoles que a la vuelta lo informaran de lo que habían visto. “Ojalá no se fíen de él -pensó la estrella- pues es de los ambiciosos.

A las pocas leguas llegaron a Belén. La estrella quedó como clavada sobre un pequeño establo. Y supo que su misión había terminado. Allí no había palacio, ni grandezas; era una región de humildes pastores. Vio a los Magos descabalgar y penetrar en el establo con respeto. ¿Qué pasaba allí? Se asomó como pudo por las rendijas y vio un niño chico entre pajas.
De golpe, lo comprendió todo.

Allí estaba todo el amor que le hacía falta al mundo, toda la humildad para confundir a los soberbios. Allí estaba el Camino, la Verdad y la Vida. Quiso quitarse su cabellera de luz para ponerla a los pies del Niño, pero Él ya era Luz.

Debía volver a su morada, se sentía feliz y agradecida por la aventura que había vivido y ya no le importaba no formar parte de “La Osa Mayor” ni tener un nombre científico, ni quedar olvidada en un rincón. Sería una más de los miles de millones que poblaban el firmamento. Una más sin nombre, pero lo que había visto y vivido le bastaba para ser feliz.

Lentamente desapareció en el espacio infinito.

Quizás no sepa que aunque sea una estrella sin nombre, para los hombres de buena voluntad siempre será “la Estrella de Belén”, “la Estrella de los Reyes Magos”, “la Estrella que vino de Oriente”.

La Estrella de Navidad.
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* HE VISTO LLOVER ESTRELLAS

He visto llover estrellas,
¿adónde irán a parar?,
¿se desharán en el cielo?,
¿o irán a mirarse al mar?

Yo quisiera tener una
y poderle preguntar
dónde se esconde la luna
cuando deja de brillar.

O dónde descansa el viento,
adónde el alma se va
cuando se aleja del cuerpo.

O si pasa cerca de ellas
la oración que, fervorosa,
el hombre hacia Dios eleva.

¿Dónde termina la mar?
¿en dónde la mar comienza?
¿por qué en la tierra no hay paz?
¿por qué hay quien ama la guerra?

Y por qué existe el dolor,
la ilusión adónde vuela,
en dónde anida el amor,
y por qué a veces se aleja
de un partido corazón.

Yo quisiera que lloviera
una estrella en mi jardín
y me hablara de estas cosas
que en los libros no aprendí.

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