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LA CARTA
 
Supuesta carta entre los papeles de un legajo hallado en el porche de una casa solariega de un pueblo mediterráneo.

Amarillento y deteriorado, se le puede leer. Nada de su nacimiento, no hay fecha ni firma, parece ser parte de una narración más extensa. La finca fue cuna de una familia de abolengo local desaparecida.

“Que uno ha pasado la madurez lo nota en lo físico, pierdes movilidad, la capacidad de realizar las cosas por cotidianas que sean, lavarte la boca, bañarte, cambiarte la ropa, recibir visitas, todo conlleva esfuerzo, mental o físico, no lo disciernes´.
Y, sobre todo, lo que me ha robado la vejez es el entusiasmo, y, si consigo con mucho esfuerzo recuperarlo, él me castiga, me agobia, lo noto en mis carnes, lloro, y mi cabeza deja de ser cabal: noto los pensamientos pesados, lastimeros, me duele soportarlo. Un ejemplo es cuando logro reunir a la familia, el entusiasmo aparece y anida de nuevo en mí, logro dominarlo y lleno de ilusión pongo en marcha mis satisfacciones, mis alegrías, mis dichas, pero me dura poco, hago un esfuerzo y logro mantenerlo, pero ya es muy liviano, muy flojo, una sombra, aunque me conformo y admito.
Pero ¡ay! no es lo mismo de antaño; entonces eras partícipe, parte de aquel todo, ahora estás en un plano contemplativo, falto de fuerzas, te sientes excluido, al otro lado. En aquella época, el entusiasmo era fuerte, creciente, pleno, y físicamente lo sentías en tus carnes, en tu pecho, en el cerebro, todo se juntaba, alma y cuerpo.

Me confundo y no sé como pensar, mis pensamientos son confusos o nulos; dicen que tenemos todo el tiempo del mundo para pensar, pensar en el más allá, resumir lo vivido, analizar, disecar, sacar lo más bonito y juzgarte a ti mismo, tu existencia, y ponerle nota a tus actuaciones y en balanza sopesar lo bueno y lo malo.
Y en lo malo intentar ponerte penitencia y cambiarlo todo, y esta experiencia que sirviese para otro, para tus hijos; pero nadie te escuchará. Y, además, yo no puedo juzgarme por ser parte interesada, y lo que veo blanco quien me dice que no sea negro. Conclusión: que todo es un lío, pero mayúsculo.
Lo mejor, concluyes, es no pensar; aceptar los días como vienen y descargar todas las cargas que han ido acumulándose en tu existencia, con ayuda del olvido voluntario y el temido involuntario, y buscar recuerdos placenteros y trasladarlos en lo posible a la actualidad, no darle importancia a los achaques físicos y psíquicos, tomarlos como vienen, con resinación y con filosofía, que cada día que pasa el cuerpo envejece más.
Las facultades mentales menguan, las neuronas mueren y nosotros morimos un poquito más en busca del día de la partida; nadie se salva, la vejez también es vida, una parte de ella, y de uno mismo depende saberla vivir y compartirla con el ser querido; pero eso necesita aún esfuerzo y no puedo, estoy cansado, siempre cansado, lo dejo siempre para más tarde, para mañana, hasta el mínimo deseo lo abandono.
¿Qué me place? Leer y pasear, leer despacio y retener lo leído, pasear, pero con paso cansino y mente contemplativa; otro placer al que combato y siempre me vence, es la dejadez, y sobre todo la duermevela, a todas horas estaría durmiendo, hago un esfuerzo pero ahí está ella, se ve que quizás no valga la pena luchar en contra suya, porque debe ser congénita con la vejez.
Otro estado relajante es la complacencia, me gusta prestar atención a la gente, amigos y conocidos, hasta aquel con el que no había tenido relación alguna, intentar decirle lo que a él le agrada, y ese ver a la gente satisfecha tanto en alegría como en la pena, me llena mucho.

Hijos, quizás esta carta no llegue nunca a vuestras manos, pero yo me encuentro a gusto redactándola; la borraré, la destruiré, pero primero quiero crearla, y darle un destino. Sois mi escucha, ¿a quién tengo que dirigirme y contarle mis tonterías, si no es a un ser querido que estoy seguro que me comprenderá y será benévolo conmigo?
Y, sobre todo, no me avergonzará.
Pienso, hijos, en mis padres que pronto veré, si es que existe el cielo, pero no concibo esa celestial morada si no tengo tu visión, tu atención, tu comprensión. Desde allá del otro mundo debe haber conexión con este terrenal, pues no creo que los padres lleguen a alcanzar la alta felicidad si pierden esa relación con sus hijos; sería un purgatorio, no la concibo sin la existencia del amor, del querer, de los nobles sentimientos, esos dones terrenales que son la vida, la que conocemos y creemos que es real. O sea, si yo voy al cielo, ¿cómo puedo ser feliz si tengo un hijo en el infierno?
El sufrimiento desplazará a la felicidad, tendré que sufrir. Si la vida nos da ese don de amar y ser amados ¿cómo vamos a perderlo? Y me viene a la mente el olvido, no quiero ni pensarlo, aunque cuando más nos acercamos a la muerte ya vamos practicándolo: nos olvidamos hasta de nosotros mismos, por lo tanto la muerte es el fin. No quiero ni pensarlo, repito.

 

 

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