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R O S A S
 
En una esquina del jardín crecía un rosal, cuyas ramas se pegaban al muro como intentando escalarlo para escapar del encierro. Estaba plagado de rosas de un color granate intenso y su aroma llenaba el lugar.

Antes de irnos cortamos cuidadosamente varios tallos en los que había enormes capullos a punto de abrirse y, pese a situarlos en el maletero del coche, el perfume de las rosas inundaba todo el espacio.

Al llegar a casa, un modesto jarrón sirvió, de inmediato, de improvisado pedestal del preciado ramo, que llenaba con su colorido el rincón del salón destacando sobre el fondo claro de la pared.

Con el paso de los días se fueron abriendo los capullos, tomando la apariencia de hermosas rosas que eran un descanso para la vista al par que un regalo para el olfato de quienquiera que llegara a la estancia.

Cada día, el último rincón que revisaban mis ojos antes de iniciar la deliciosa siesta que adornaba la comida, era el rincón ocupado por las rosas y me preguntaba, a menudo, qué habíamos hecho los hombres para recibir el premio de disfrutar de tantas cosas bellas y fragantes como se ponían al alcance de nuestros sentidos. Tuve que responderme a mí mismo que no hay méritos acreedores de tantas maravillas como las que nos rodean.

Pasaron los días y las rosas alcanzaron su plenitud; mas, el tiempo es inexorable y el ciclo de la vida también tuvo su reflejo en ellas.

Un día, cuando desperté de la siesta, un bello manto color granate cubría el suelo y los tallos de las rosas, casi vacíos de pétalos, ofrecían su desnudez, apenas cubierta por unas cuantas hojas verdes que empezaban a arrugarse y languidecer.

Sentí un amago de tristeza por la belleza que ya no podría volver a contemplar y cerré de nuevo los ojos para intentar recrear las imágenes de días pasados; la suave música ambiental me indujo una leve somnolencia y creí ver que las rosas habían recuperado todo su esplendor y permanecían en el rosal del rincón del jardín, del que nunca debí separarlas.

Me pareció que la música se tornaba atronadora y abrí los ojos. El jarrón con los tallos había desaparecido. La aspiradora rugía deslizándose sobre el suelo y aún pude ver, furtivamente, como el último pétalo de rosa color granate desaparecía de mi vista, absorbido por la fuerza de una impersonal y, eso sí, muy moderna tecnología.

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