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Y UN JAMÓN HIPOTECARIO
 
El temor de cuando uno pide el oro y el moro es que quien deba responder te hable tan claro que en vez de cerrar el trámite con un ´no´ a secas, solitario, utilice tres palabras definitivas con ánimo de choteo: ´¡Y un jamón!´.

Parece que la ocurrencia tuvo su origen el día en que Belmonte, en los inicios de su carrera torera, pidió por una corrida la espectacular cifra de mil pesetas, trato que el empresario descartó en principio con un añadido gracioso:
´¡Y un jamón pa usté!´.
Sea o no sea éste el origen de la expresión –no tiene por qué serlo–, el caso es que la frasecita quedó esculpida en la memoria de quienes no dan brazo a torcer. Y uno, en verdad, no sabe qué es peor: si que te den jamón, aunque sea en sentido figurado, o que te acepten la encomienda.

Antaño, cuando se pedía dinero prestado a la familia, cualquiera se arriesgaba a recibir respuesta inmediata:
´¡Y un jamón!´. Y eso, además de pronunciarlo con cariño, tenía su gracia y presentaba ventajas: si el préstamo era caprichoso, la negación evitaba una deuda.
Con los tiempos los hábitos se modifican y algunas objeciones desaparecen; de hecho, nadie escapa de la publicidad de bancos y financieras que se proclaman generosos a cambio de que la generosidad del cliente sea mayor y restituya en plazo la cantidad prestada, aumentada en un tanto por ciento.
He leído que un banco español concede ya a menores de treinta años créditos a pagar en cuarenta años, lo que les permitirá –por lo que veo– adquirir viviendas sin que éstas bajen de precio; sin que el mercado inmobiliario se abarate, vamos.
La propuesta no sé si ayuda o asusta, y hasta creo que sería mejor decir ´Y un jamón´ cuando el vendedor de la casa te saca cuentas y te da la idea.
Hubo un tiempo en que los préstamos hipotecarios eran a quince años, a veinticinco y a treinta. Entonces los prestatarios los solicitaban con fe de cancelarlos en vida, desenlace que se antoja utópico en el futuro.

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