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VEJEZ SUPINA
 
Suena el despertador. Me voy a levantar de la cama y no puedo. ¡Dios mío! ¿qué me ha pasado? ¡Vejez supina! ¿Así de repente me ha llegado? Ya me lo advertían mis hijos. Mamá, el colesterol. Mamá, que las tabletas de chocolate tienen que durar mas de un día. Mamá, ten cuidado que lo peor no es morirse, es perder facultades. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Impedida! ¿Porqué no les hice caso? Saco una pierna, como si tuviera goznes desengrasados que chirrían, me ayudo con las dos manos. Después la otra. Como un tentetieso, que rueda sobre un eje, me quedo sentada en el borde de la cama. Los brazos me funcionan. El teléfono está lejos, demasiado lejos para acercarme a él y llamar a mis hijos. Y vivo sola. Me llamarán y como no contestaré pensarán que no estoy, que he salido. ¡Qué hacer!

Suena en mis oídos la voz del telediario. “Una anciana se ha encontrado muerta en su casa, llevaba ya tres días cadáver. Los vecinos... “ Mi cabeza se va llenando de escenas terribles. Prensa, radio, cine y televisión. Los vecinos. Mi casa es una casa de viejos. Dos pisos de despachos. La del tercero es una viuda miedosa que no abre ni a la policía. Tres alzheimeres, uno enfrente y dos arriba. La vivienda de abajo está vacía. No tengo ni el recurso de tirar algo al suelo para que, al ruido, suban a ver qué pasa.

¡Con lo bien que me encontraba! Esta semana he estado de excursión. El lunes en Polop y Guadalest donde, con la profesora de Literatura, leímos pasajes de la obra de Gabriel Miró describiendo el paraje que desde lo alto, tanto de un pueblo como de otro, describe en sus novelas. El martes fui a Biar y también desde lo alto del castillo nos explicaron dónde se encontraban las separaciones que hizo Jaime I al firmar el tratado de Almizrra. Biar era puerta de reinos.  Ayer acompañé a lo alto del Castillo de Santa Bárbara a Charo, su marido y sus hijos y les expliqué, poco más o menos como me lo explicaron a mí, su historia y lo que representaban las distintas estancias que en él se encuentran . Y yo estaba muy bien.

Suena el teléfono. Si es uno de mis hijos no quiero asustarlo. Con un esfuerzo supino, como mi vejez, me arrastro por el suelo hasta alcanzarlo. Es mi hija, y yo que para mis adentros me recomiendo tranquilidad, a la pregunta de cómo estoy, respiro fuerte y aunque quiero contestar que muy bien, mi angustia me obliga a decir la verdad. Que me encuentro muy mal y que no me obedecen las piernas. Me dice que me tranquilice, que va a llamar al médico y que enseguida viene. Mis otros hijos también llegan y ansiosos preguntan al médico que en ese momento salía del dormitorio, Doctor. ¿Qué tiene? ¿Es grave?  El medico mira, por encima de las gafas, las caras preocupadas que tiene ante él, y con voz pausada les dice... Se llama agujetas.

 

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