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EL MENDIGO
 
Antonio Aura Ivorra.

 
Tropecé con su amenazante mirada torva. Tan solo fue un instante. Insoportable. Su gruñido interminable, rumiando un pedazo de pan, postrada su humanidad mugrienta sobre un banco del paseo, espantaba. Los chirimbolos y suciedad hedionda que amontonaba a su alrededor le delataban inequívocamente. Tanto me asustó su súbita risotada escandalosa que tuve que acelerar el paso y desviar la mirada. Imposible aguantar la suya.

Interrumpido mi pensamiento por tan deprimente visión, continué mi paseo mañanero inmerso en emociones y sentimientos encontrados, de temor, de indignación, ¿atisbos de odio?, de culpabilidad, reproches a los poderes públicos… (preocupan más, en ocasiones, los animales que las personas…)
¿Cómo pudo arruinarse hasta ese punto? Y su presencia desabrida avivó el tedio. Sin embargo, la pregunta despertó mi curiosidad obligándome a volver sobre mis pasos y acercarme a él. No tiene nombre. Tan solo le di un paquete de cigarrillos –es lo que se me ocurrió- y continué mi camino. Pude preguntarle muchas cosas, pero no era el momento. En otra ocasión tal vez.

Transcurrieron días sin verlo… estaría en el albergue, supuse. Pero no. No tenía albergue.
Tan solo una casona no lejos del peaje de la autopista hacia el sur, cerca de un desguace, casi pegada a él, semiderruida, húmeda y lúgubre, repleta de escombro, le serviría de refugio en ocasiones. Es lo que pude imaginar cómodamente sentado en mi butaca junto al hogar, cálido el ambiente, arropado con mi batín, cómodas zapatillas y con un libro entreabierto en mis manos.
El personaje pudo haber nacido en el seno de una familia acomodada ¿por qué no? venida a menos y dividida por alguna crisis, no solo económica. En constantes desavenencias con todos, familiares y amigos, interrumpidos bruscamente sus estudios y su holgado vivir, tendría que abandonar su casa y buscar sustento por su cuenta. Acostumbrado como estaba a una vida muelle, no sabría adaptarse y perdería sus amistades. Perturbado, por su trato difícil siempre le rechazarían rehuyéndole como si de un apestado se tratara. Claro que cuando eso ocurrió querría vivir como parásito. Seguramente. Y de ahí al sustento saprozoico solo hay un paso.

Junto a la verja que circunda el pequeño jardín público de la localidad – no hay otro- conocería a una mujer. También indigente. De mirada vidriosa, al igual que su carácter. Como él. ¿Cómo compartirían su vida si de tan difícil trato eran ambos? Tal vez la caridad de la gente les ayudara a compartirla con, quizás, una entrega excesiva de alimentos y de ropa. O acaso les obligaran otras necesidades perentorias… pero no habría compromisos ni confianzas. Cuestión de subsistencia solamente.
Andrajosos, vagabundearían inconscientes ignorando su entorno. Y entre sus pertenencias disimularían con envoltura astrosa una botella de vinazo ya agrio para aligerar ilusoriamente su realidad de vez en cuando...

Y de repente, unos suaves golpecitos en mi espalda, una mirada tierna y una sonrisa cariñosa me rescataron de las tinieblas… Abrí mis ojos…

“Nunca debes imaginarte nada. No debes dejarte llevar por la imaginación: Lo real, lo real, lo real, repitió Tomás Gradgrind…”, pude leer en la página por la que mantenía abierto el libro que tenía entre mis manos. (Tiempos difíciles. C. Dickens)
Y ahí me quedé… aunque seguí pensando ¿No habrá algún modo de recuperarlos? ¿Cómo evitar estas miserias? ¿O acaso son imaginaciones mías?
            Y me senté a cenar.

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