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LA CASTAÑERA

 

Antonio Aura Ivorra

 

Es barriguda pero su aspecto no desagrada. Su habla es basta pero no incomoda; y cubre su pelo con un pañuelo y su falda y su blusa con delantal blanco. De esa guisa que sorprende,    -así vestía la última que la vi- acude a su traba- jo ocasional, propio de este tiempo que debería ser frío: es la castañera. Con olla perforada, un anafe, soplillo y carbón, -el saco de castañas lo carga el marido- ya bien entrado noviembre monta su puesto como pieza de museo al aire libre; es la muestra de un oficio anticuado que se extingue al igual que el rojo vivo de las bra-sas que utiliza. El olor cálido a castaña asada  que se percibe en el ambiente, -¿no lo notan al aproximarse?- delata su presencia; y las vende a tanto por docena, algunas con bicho, envuel- tas en cucurucho de papel de estraza.

Quedan pocas por aquí. Sin embargo, no hace tanto solían montar su puesto en la puerta de los cines, o del teatro, o en algún lugar de mucho tránsito. En pleno invierno era agrada- ble recoger el cucurucho caliente entre las manos y, ya tibio, pelar las castañas chamusca- das, introducirlas en la boca y -¡huy, cómo queman!- vahar. Eso hacíamos de niños y ya no tan niños. Como ese que va cogido de la mano de su mamá camino de El Corte Inglés:

-¡Mamá, castañas!; ¡quiero castañas…!

-¡Sí, hijo; vamos a comprar! Desde el año pasado que no las hemos probado.

-¡Qué ricas!... pónganos una docena, dice la madre.

Y el niño extiende su mano enguantada en lana para recoger con complacencia el cucuru-cho que sonriendo le entrega la castañera… ¡cuidado, que queman!, le dice.

Es lo poco que hay por aquí de lo que en otros sitios es una fiesta cargada de simbolis-mos: El magosto gallego, de Ourense y Lugo, y también de El Bierzo, en León, donde, desde Todos los Santos a San Martín, se reúne la gente en torno a hogueras para asar castañas recién cogidas y beber vino joven, nuevo, de la última cosecha. Los chorizos y alguna costilla de cerdo también forman parte del banquete, así como la queimada. Todo bien animado con

 

muñeiras o pandeiradas, ritmos que al son de gaitas y pandeiras, invitan a bailar. ¿Su ori-gen? Pues, se remonta a los tiempos de Mari-castaña seguramente. Cristianizados después. Digo yo.

La castañada catalana, que se celebra la noche de Todos los Santos, tiene al parecer un origen más próximo, medieval, tal vez. De ahí pues, su vínculo con esa fiesta religiosa. Y alguna leyenda indica que la gente entregaba castañas y vino al campanero para que recuperara fuerzas en la noche de Todos los Santos, en la que debía tocar las campanas. Para que no se quedara solo, poco a poco le fue acompañando el vecindario y al final, para completar el menú, acabaron comiendo hasta panellets, dulce típico de la repostería catalana, a base de almendras, boniato, piñones, huevos y azúcar. Una exquisitez.

Los tiempos cambian y las costumbres también. Y la pobre castañera, de la que ya casi nos habíamos olvidado con tanta fiesta, compite con desventaja en nuestros días con las palomitas de maíz, de origen divino para algunos, importadas de América por Cristóbal Colón. Desacralizadas, con menos apego a acontecimientos religiosos y más a los cinematográficos, más asépticas y disponibles todo el año, son un producto de consumo masivo. Producto estrella, se dice ahora.

Menos  mal  que  la  estacionalidad  de  las

castañas aviva la gana de comerlas. Por eso creo que tendremos casta-ñeras para rato. Pero claro; como su producto es único y su servi-cio personalizado, cada vez son menos. Y es que el autoservicio se impone. Y arrasa.

¡Qué tiempos…!

 

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