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RECUERDOS DE MI CALLE (y II)

 

Eleuterio Moya                                                                                                     

 

La vida de cualquier día en “MI CALLE” se desarrollaba, como en casi todas las calles de aquel Alicante de los años 40. A primera hora pasaba una mujer con una gran cesta de mimbre colgada del brazo, voceando “la bambera”, “están calentitas”: llevaba ensaimadas, bollitos y suizos. Antes, con las primeras luces del día, había pasado el que apagaba las luces de las calles, provisto de una larga pértiga  con la que alcanzaba a desconectar las clavijas de la corriente eléctrica que estaban situadas a respetable altura para evitar que fueran manipuladas con facilidad. Más tarde, a eso de las 10, aparecían, en ocasiones, dos hombres con unas varas finas atadas con unas cintas y colgadas a la espalda, como si llevaran un fusil; una de ellas recta, y la otra con una curva en la punta, ambas muy resistentes. Eran los colchoneros, se decía “matalafer” o “matalasser”. Sacaban de la casa que los habían llamado un colchón de lana o de borra, ponían en el suelo una tela fuerte o una lona y sobre de ella descosían el colchón y batían la lana apelmazada. Tenían una gran destreza: con la vara curvada levantaban una porción de lana y con la recta la golpeaban y vapuleaban, vareándola hasta conseguir abrir y esponjar la lana que luego pasarían por un garbillo para separar el polvo y las impurezas antes de meterla de nuevo en el colchón. Posiblemente de ahí venga el refrán de la “faena de matalafer, fer i desfer”. Este proceso podía durar toda la mañana y en ocasiones incluso la tarde, si había más de un colchón. Hacia el mediodía todos los días pasaba un carro metálico, con puertas en lo alto tirado por un robusto caballo percherón tocado con un sombrero de paja, en forma de cono, que tenía dos agujeros en el ala por donde le sacaban las orejas al animal. Era el carro de la basura, andando iban unos hombres con un cubo o banasta de chapa delgada a la espalda: eran los banasteros o basureros, que recorrían todas las viviendas, casa por casa y piso por piso, subiendo y bajando escaleras, para recoger la basura que previamente las amas de casa habían dejado a la puerta de su vivienda; una vez llena la banasta la llevaban al carro, que se detenía de trecho en trecho, y el conductor  la volcaba dentro y la apisonaba con los pies para apretarla y que cupiera más. Estas personas percibían semanalmente la propina voluntaria, que recogían de encima de la tapa de los cubos o de la mano de las amas de casa, y en las fiestas de Navidad pasaban una tarjeta en la que se podía leer “el banastero les desea felices Navidades”. 

También algunos días pasaba un borriquillo tirando de un carrito que portaba un “organillo”, cuyo propietario paraba de vez en cuando a lo largo de la calle y nos amenizaba con la música de aquellos momentos, especialmente de zarzuela, pasodoble o “chotís”. Entretanto habría pasado el cartero con su gran bolsa de cuero colgada del hombro, repartiendo la correspondencia que, desde luego, no se perdía nunca. Recuerdo que mi padre recibió una carta en la que como única dirección ponía: “Paco Moya, relojero”. También el cartero felicitaba las Navidades y recogía el aguinaldo. Otros días pasaba el “afilador” con su bicicleta, en la que había montado, sobre la rueda trasera, un artilugio con una muela que hacía girar con los pedales y que conectaba y desconectaba a voluntad; tocaba una ocarina metálica y voceaba “el afiladooor, se afilan cuchillos y tijeras”. En otras ocasiones el que pasaba era el paragüero, que con su grito de “el paragüerooo lañadooor” llamaba a las amas de casa que tenían algo que reparar, como paraguas, sombrillas, tinajas, lebrillos, etc.; iba cargado con un soldador, un berbiquí y un bote que le servía de hogaril, además de otras pocas herramientas que utilizaba para reparar los muelles y ballestas de los paraguas o poner unas grapas a las grietas y roturas de las vasijas de barro vidriado, lo que hacía con tal maestría que impedía que los líquidos se salieran.

     Otras veces el que pasaba era el vendedor de “arrop i talladetes” y “mel de romer”, anunciando su mercancía, que portaba en las alforjas de un asno o una mula; eran productos muy del gusto de nosotros, los niños, y de los no tan niños. Llevaba una balanza con piedras como pesas, con la que medía la cantidad de “talladetes” que se le demandaba, a la que añadía una generosa cantidad de “arrop”.

     A veces era la vendedora de “sangueta”, quien, a la voz de “sangueeetaaa caleeenteeeta, acabaeta de bollir”, movilizaba a las amas de casa, que adquirían este producto que no era otra cosa que sangre de cordero hervida y espolvoreada de orégano.

     Por las tardes pasaba el “chambilero”, vestido de blanco, quien con su garrapiñera cromada al hombro, voceaba “helaaado y mantecaaado. Al rico helaaado”, y por veinticinco céntimos te ponía, entre dos galletas obleas, una porción de helado que a tu gusto podía ser de mantecado solo, de chocolate o un combinado de ambos. Colgando de un costado de la garrapiñera o depósito, llevaba un recipiente del mismo material, con agua, donde recogía el molde y la paleta, también cromados. El molde llevaba unas estrías con las que medía, mediante un pasador, la cantidad de helado que debía ponerte según el dinero que llevabas. También pasaba el “barquillero”, con un recipiente redondo, metálico, parecido a una banasta, repleto de cucuruchos de galleta oblea, y que en su parte superior llevaba una ruleta para ver cuántos barquillos te tocaban por los 10 céntimos que valía la tirada. Otro vendedor que generalmente pasaba todos los días era el de las “pelotillas de boniato y las manzanas recubiertas de caramelo; “le llamábamos el Abuelete”, quién portaba un apoyo de madera, en forma de tijera, donde descansaba una pequeña ruleta y el cajoncillo o bandeja donde llevaba el género; este vendedor también aparecía en la puerta de la Escuela de Comercio a las horas de salida por descanso o entre clase y clase. Otros que pasaban con frecuencia eran “el trapero” y “el vendedor de botijos”, el uno con un gran saco a la espalda gritaba “trapeeero y botelleeero, se compran papeles y trapos viejos”; realmente lo que realizaba era un trueque, dando a cambio un vaso de cristal o una taza de loza; el otro, a lomos de una mula, llevaba, en alforjas acondicionadas con paja, botijos, cántaros y vasijas de barro. Un vendedor que nunca faltaba a su cita de todas las tardes era “el lechero”, quién montaba su tenderete en la esquina de nuestra calle con la de Quintana, al lado del bar del Sr. Pepe “el Jijonenco”; allí aparcaba su tartana tirada por un bonito caballo. ¡Qué leche vendía este hombre!, recuerdo que mi madre la hervía, y, al enfriarse, recogía la nata y nos la ponía en el pan espolvoreándola con azúcar. Tampoco faltaba en la época de verano “el regador” de las calles y aceras de la ciudad, al que los niños  gritábamos: “la manga riega que aquí no llega” y en ocasiones, pocas desde luego, sí la hacía llegar dándonos un suave remojón. Qué limpias y frescas estaban las calles, qué distintas a lo que ocurre hoy.

     Después de cenar sacábamos sillas a la calle para las personas mayores, mientras, como antes decía, nosotros jugábamos. Y entonces, a veces tomábamos un vaso de fresca agua de seltz adquirida al “Jijonenco”, un litro costaba 10 céntimos, o de agua de cebada que costaba 1 peseta, comprada en la horchatería “El Buen Gusto” en Alfonso el Sabio, detrás de La Esmeralda. Finalmente aparecía el último personaje de RECUERDOS DE MI CALLE, era el “vigilante” o “sereno”, como también se le conocía. Lamento no recordar su nombre, pero desde luego era una persona educada y amable, que se paraba a saludar y hablar con los grupos de vecinos que tomaban el fresco, pues entonces no existía el aire acondicionado, a lo sumo un ventilador. Si durante la “paraeta” se oían palmas y/o la llamada de “sereeenooo”, él emprendía de inmediato la marcha dando tres golpes de bastón en el suelo y la voz de “vaaa” para atender al requirente. Aún hoy no comprendo cómo esa persona sabía, entre el gran manojo de llaves que llevaba al cinto, la que correspondía a la puerta que tenía que abrir. El servicio que prestaban estas personas abarcaba, además del descrito, los de llamar a los servicios médicos, despertar a los que se lo pedían, la defensa de los vecinos, etc. Estaban nombrados por el Ayuntamiento y eran portadores de un silbato con el que advertían a los otros serenos o vigilantes de cualquier suceso, robo, peleas, etc. Supongo que cobraban del municipio, pero también por Navidad recogían algún dinero pasando personalmente por cada vivienda y entregando una tarjeta de felicitación con la inscripción: “Siempre leal y constante, en su puesto el vigilante” y el dibujo de un vigilante uniformado, cuando ellos sólo llevaban un guardapolvo y la gorra de plato que les distinguía.

     Hubo también un personajillo, al que yo no conocí o no lo recuerdo, que se llamaba Barrachina, y del que mi padre me contaba que recorría las calles de Alicante durante el invierno pregonando “Fabeeetes calenteeetes”, género que llevaba en una olla sobre una carretilla, con una cuchara y un puñado de papel, que él convertía en cucuruchos para las habas. Continuaba su pregón diciendo: “Les fabes de Barrachina, son una espesialitat; sense pendre la aspirina, lleven el dolor de cap; a ningú li cobre el caldo, la faena, ni el paper; tan sols vos cobre les fabes, mes barat ja no pot ser”. La Sra. Maruja Nomdedeu Dols, mi vecina de la calle Teniente Durán, alicantina y alicantinista como la que más, muy conocedora  de aquel Alicante de

los años 20/30, recuerda este pregón con una pequeña diferencia: “El caldo done de baes, com tambe done el paper; no mes pagues que les fabes, mes barat ja no pot ser”. Este personaje, en verano también paseaba las calles de la ciudad con su carretilla, en la que entonces llevaba una garrapiñera, ofreciendo “Aigua cibá, en bamba”, y “Agua de limón”.

     Ésta ha sido durante años mi vida y mis vivencias, por lo menos esto es lo que recuerdo de aquella época tan lejana en el tiempo, y a la vez tan cerca de mí.

 

 

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