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NAVIDAD 2006

 

Antonio Aura Ivorra

 

Y el ángel nos dijo: “…Hallaréis al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.” Y continuarían contando los pastores que, efectivamente, guiados por una luz misteriosa hallaron al Niño en un establo, envuelto en ¿pañales?, en un lugar destinado a las bestias y no a las personas… sucio de boñigas y orines. Y a María y a José aturdidos y preocupados por los acontecimientos, mirando atónitos los presentes de oro, incienso y mirra que unos magos desconocidos depositaron para el Niño en el suelo mugriento. Nada dicen de qué pudieron hacer con tales obsequios. Puede que los aromáticos se utilizaran de inmediato para aliviar con su perfume la espesura del ambiente, un establo, pero ¿de qué serviría el oro en esos momentos?

Y de pronto, poco tiempo después, amparados en la oscuridad de la noche y a lomos de un borrico, advertidos de la criminal persecución de Herodes, tuvieron que huir… tres sin papeles, uno de ellos menor, y sin solicitar asilo político… ¿qué otra cosa les pudo suceder en esos tiempos oscuros? Nada se sabe.

Acontecimientos -contados en los evangelios-, que conmemoramos estos días reunida la familia afortunada en torno a la mesa repleta de manjares, próxima a un árbol en el que se apoya un montón de regalos que han venido a sustituir, o a añadirse a los muy orientales incienso y mirra de los magos; además de al oro, que sigue apreciado tanto allá como acá. 

Mientras eso, por fortuna, ocurre en muchos hogares, en otros muchos más, por desgracia, ni siquiera se dispone de mesa donde apoyar los codos ni de sillas para sentarse. Seguramente esos hogares malaventurados se asemejen a los de Jerusalén de la época, donde la multitud de peregrinos que acudía para celebrar cualquier gran solemnidad en el Templo se hacinaba en sus casuchas de adobe o en tiendas montadas con pellejos curtidos en algún descampado, y vagaba por las calles empinadas, estrechas y sinuosas soportando empellones. Apretujados y sorteando a lisiados  limosneros, andrajosos todos sentados entre restos putrefactos abandonados por los vendedores ambulantes, mezclados con fariseos, que filacterias colgando recitarían versículos de la ley y los profetas con cara circunspecta, caminarían hacia el Templo a presentar sus ofrendas protegiendo con tensión su bolsa de la rapiña.

Los efluvios nauseabundos de tanto gentío y suciedad se confundirían con el espeso humo de incienso que se expandía desde alguna esquina. Y solo en las casonas de principales o de ricos comerciantes de alfombras y telas existirían oasis, aire respirable y aljibe de agua cristalina. La opulencia en la parte alta de la ciudad. Y en el Templo.

Además de las estrecheces que ya poseen, esos hogares de ahora repletos de infortunio están a los pies de traficantes opulentos, dirigentes malvados, señores de la guerra, ladrones y hechiceros conniventes que insistentemente recitan conjuros como si fueran versículos sagrados, miserables predadores todos, insaciables, que en lugar de sacudir la miseria espiritual y material que enroña a su pueblo, lo esquilman impunemente. Por eso los parias del mundo canjean borricos por pateras y huyen del acoso criminal de la mi-

seria y del hambre, en busca de una nueva tierra pro metida. Quimérica. Sin papeles y sin garantías de asilo… peregrinos de hoy; ¿qué otra cosa les suce-de? También en nuestro siglo hay tiempos oscuros.

¿Cómo pedir a los dioses, a todos los dioses para que ninguno se sienta despechado, que se arreglen estas injusticias? Disponen de los mejores instrumentos necesarios para redimirnos de estas graves penurias: nosotros los humanos. ¿Cómo llegar al acuerdo?

Y hasta tanto esto se arregle, al menos en esta noche misteriosa y fascinante cantemos  “…A Belén van los pastores con zambombas y panderos…” porque es Navidad.

           Con la sonrisa en los labios, y con gratitud por permitírsenos disfrutar de este privilegio.

 

 

 

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