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Maquinas de escribir

 

JOSÉ FERRÁNDIZ LOZANO

www.joseferrandiz.com

 

 

En 1929 Azorín reivindicó la máquina de escribir como herramienta esencial. "Escribo a máquina; escribid a máquina", aconsejó. "En 1950 no escribirá nadie a mano, y, sin embargo, la literatura continuará en el mismo nivel que ahora, dando, como al presente, obras magníficas y obrejas desdeñables".

Lo que para Azorín, que poseía una Underwood, venía a ser entonces un recurso ligado a la modernidad es hoy, apenas tres cuartos de siglo después, una reliquia romántica. Ya no se oye el tecleo de aquellas máquinas negras que ahora venden los anticuarios, ni el golpe de rodillo al colocar o sacar el papel. Sustituido por el contacto suave de las yemas de los dedos sobre el teclado del ordenador, aquel rumor ha desaparecido, salvo en el caso de algunos reticentes que se resisten al progreso informático. Para generaciones más jóvenes es un rumor desconocido, ajeno, innecesario.

Y sin embargo durante décadas las facturas más caras, los escritos comerciales, el mejor periodismo y la mejor literatura han pasado por máquinas de escribir. Hemingway manejaba una Royal americana, al igual que Julio Cortázar –"Vuelvo a mi fiel Royal, que conoce mis gustos y se presta dócilmente al tren acelerado de mis dedos", decía  por carta en 1939–  y  al  igual  que  García  Márquez  cuando  escribió

"Cien años de soledad". A la mecanografía se deben también las mejores erratas. Se cuenta que un escritor dictó a su secretaria un texto en el que aludía al arca de Noé. Sin pretenderlo, pero también sin advertirlo, la veloz ayudante pulsó "el arpa de Noé", desliz que descubrió en la imprenta un tipógrafo de admirable cultura bíblica. "¿El arpa de Noé?", desconfió. "¡No puede ser! El arpa no era de Noé, era de David". Y así lo corrigió para escarnio del autor que, sin comerlo ni beberlo, vio convertida su arca de Noé en arpa de David.

 

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