Índice de Documentos > Boletines > Boletín Enero 2007
 

         ÚLTIMA HORA.  TERRORISMO…

 

MADRID, sábado 30 de diciembre de 2006:

Caos. Ilusiones, vidas y anhelos en la escombrera. La furia descerebrada fulminó el año.

 

EN EL AUTOBÚS

 

Vicente Garnero

 

 

Tenía la soledad en sus ojos y la sonrisa perdida. Más cerca de los setenta que de los sesenta debía de andar la señora. Su mirada, ausente, como si todo estuviera lejos de nada. Nunca llegaremos a conocer su nombre, ¿Blanca? ¿María? ¿Susana?, ¡Qué más da!  Ella intentaba insistentemente, con nerviosismo, esconder sus delicadas manos entre el ropaje; no era por causa del frío, quizá, para aliviar el dolor que le producían sus huesos envejecidos. El maquillaje había sido barrido totalmente de su rostro hacía ya largo tiempo; su cara tenía la palidez de la cera. El cabello negro, teñido, rizado y abundante, dejaba ver las raíces blancas brotando de su cuero cabelludo. Los ojos, profundos como el sueño. Motivos tendría para sentirse cansada y aburrida, estoy seguro. Miraba repetidamente su viejo reloj de pulsera sin precisar el horario que marcaban sus manecillas. Observaba distraídamente el paisaje a través de una de las ventanillas del autobús en el que viajábamos con destino a Alicante. El vehículo, circulaba bordeando las playas de El Campello y de San Juan, y los vaivenes de las olas del mar con sus burbujas blancas parecían fantasmas danzando en la oscuridad de la noche. Sin ella pretenderlo se había convertido en la protagonista del viaje. Se daba perfecta cuenta de que la estaban espiando, pero no era consciente del por qué. El reducido número de niños que iba en el autobús la miraban con cierto recelo y temor; los mayores, con simpatía y tristeza. No se habían percibido, en ningún momento, burlas o guiños por el aspecto estrafalario de la señora. Llevaba puesto un vestido blanco, pretencioso, arrugado y bastante sucio, con mangas cortas que le llegaban hasta los codos, y en la pechera, unas pequeñas flores bordadas, verdes y amarillas; y la rebeca de un rojo encendido, extendida sobre sus flácidos brazos. Un largo collar de perlas artificiales resaltaba la desnudez de su generoso escote. Serían las nueve de la noche de un día cualquiera del mes de septiembre. Sin duda, en su juventud, tuvo que ser una mujer hermosa, pero la soledad, la desidia y el paso de los años, arrugaron y oscurecieron, sin piedad, su tersa y blanca piel. También las rosas son hermosas y acaban casi siempre por los suelos convertidas en basura. Tal vez ella no desee ya una existencia sin esperanza. También es posible que, sin saberlo, aún quede por aflorar algún oscuro rincón de su conciencia… ese hijo que nunca vino… esos amores que jamás crecieron…tal vez ya no encuentra otras manos que acariciar ni otros labios que besar…

Un niño, sentado en los brazos de su madre, muy cerca de mí, le decía al oído:

--La señora vieja de blanco está llorando- Y al niño le temblaron los labios.

¿Cómo se puede soportar tanta soledad en medio de la multitud? Me preguntaba yo mirándola fijamente a los ojos, mientras ella, con los suyos enrojecidos, parecía responder:

--La soledad no me importa. Lo que necesito es ternura y cariño.

¿Quiénes serán sus amigos, compañeros de sus días?

¿El miedo?

¿La soledad?

¿La muerte?

Todavía es posible que memorice, entre la niebla del pasado, mimos y caricias de un mágico ayer que murió pronto.

Esa horchata que tal vez tomó en El Campello, a media tarde, antes de subir al autobús, no fue capaz de tranquilizarla el resto de la noche.

Que Dios la bendiga.

Volver