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José

Miguel

Quiles

Guijarro

 

 

           LA  EXPLANADA

 

 

 

Dentro del núcleo urbano de una ciudad cada generación de jóvenes tiene su lugar propio de cita y encuentro. Así, en los años treinta la juventud en Alicante paseaba por la calle Mayor, desde la Rambla de Méndez Núñez al Ayuntamiento. En los años sesenta el lugar de concurrencia era la Explanada, y nuestros hijos tienen como lugar de ocio y diversión el puerto y el barrio antiguo.

 

Y esto parecerá intrascendente pero no lo es: estos lugares vienen a ser el escenario de nuestros más vivos recuerdos, de nuestros amores y desamores, de nuestros primeros amigos y en general  de algo tan importante como fue la juventud. Recordaremos el escenario de la misma forma que una canción o a una persona.

 

Brevemente relataré de la Explanada un suceso que me parece, al menos, curioso. Podría correr el año 1960. Cierto domingo de verano, por la noche, paseaba con un amigo y tropecé de frente con un anciano. El paseo estaba muy concurrido, debíamos andar ambos distraídos y se produjo el encuentro. Fue tan brusco como fugaz. El anciano soltó una frase ininteligible que demostraba su sorpresa y malestar por el tropiezo, apenas dos monosílabos, una expresión en otro idioma. En estos casos siempre se piensa que la culpa es del otro.  En el escaso tiempo de un segundo que duró el golpe, aprecié a un hombre alto, espeso, recio, con la cara roja y la barba blanca. Vestía al desgaire pero con cierto estilo, no era un mendigo.

 - Buena borrachera lleva el viejo… - me dijo mi amigo.

 Debo decir que en los paseos por la Explanada nunca se llegaba al final, (decíamos: “esto… para los de Elche”, nunca supe porqué de esta expresión y dábamos la vuelta), se volvía antes de llegar al término del paseo, deseosos siempre de ver de nuevo a la persona que habíamos visto a la ida.

 Busqué con la mirada al hombre con el que había tropezado antes. Y en efecto,  allí estaba, sentado en un banco de mármol, a la altura del hotel Carlton, con la mirada perdida, apoyaba los brazos en las rodillas y apuntalaba las manos con las yemas de los dedos. Llevaba una cartera en bandolera. Le miré entonces con más detenimiento. Era Ernest Hemingway.

 Murió poco después, según las noticias que a la sazón se daban en España, ”al habérsele disparado una escopeta de caza”.

 

 

Hemingway

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