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DICIEMBRE

Francisco L. Navarro Albert

 

         

             La calle estaba extrañamente desierta pese a que no eran más que las doce del mediodía. Apenas tropecé en el trayecto con tres o cuatro personas, con la mirada extraviada, que andaban deprisa. Al cruzarme con alguna de ellas me pareció entender que mascullaban entre dientes algo así como “no es posible” o “cómo hemos podido llegar a esto”. 

            Mientras, bajo un cielo plomizo y un intenso frío, el ulular de las sirenas de las ambulancias atronaba el ambiente; las ventanas de las casas estaban cerradas y la mayoría de los establecimientos tenían las puertas metálicas con cierres, candados y cadenas sujetándolas firmemente. Las paradas de autobuses, de ordinario pobladas, hoy ofrecían un aspecto desolador... 

            Con la angustia oprimiéndome el pecho me fui acercando y, abriéndome paso a codazos y empujones, conseguí llegar. El lugar era una marabunta de personas. Los unos se agrupaban formando heterogéneos amasijos de colores por la disparidad de atuendos; otros, vagaban desorientados. Muchos sostenían entre sus manos un pequeño papel y movían los labios de manera casi imperceptible; en un rincón, un niño que parecía perdido lloraba desconsoladamente mientras un hombre uniformado intentaba, sin éxito, averiguar su nombre y el de las personas a cuyo cargo estaba. 

            Miré a mi alrededor intentando encontrar lo que buscaba. Finalmente, casi oculta por un grupo de personas, la encontré y me lancé sobre ella casi arrancándosela de las manos a una joven que también la había visto, mientras le mascullaba a modo de disculpa:“yo la ví primero”,(aunque ni yo mismo me lo creía y en mi interior una voz acusadora me reprochaba la falta de cortesía). 

            Esta era, apenas, una de las dificultades con las que tropecé mientras intentaba, en vano, abrirme paso entre la multitud que discurría de un lado para otro sin orden ni concierto. 

            Pregunté, pero nadie sabía nada, de manera que continué mi búsqueda mientras miraba a uno y otro lado, pero la desolación que veía aumentó mi angustia y, ahora atropelladamente, recorrí el lugar en todas las direcciones temiéndome lo peor. ¡ No era posible ! ... Recordé entonces las extrañas palabras que me había parecido escuchar a alguno de los escasos transeúntes con los que me crucé en la calle... 

            Cuando ya estaba a punto de derrumbarme y luchaba por detener las lágrimas que amenazaban con brotar de mis ojos, la descubrí. Era la única que quedaba y, aunque me separaba una corta distancia y – extrañamente – no había gente alrededor, me lancé a cogerla y la retuve, emocionado, entre mis brazos. 

            Cuando pude serenarme fijé en ella la vista. ¡Era lo que yo buscaba! ¡Por fin habían acabado mis dificultades!... Lamentablemente no era así. Apenas pude leer “caduca el 20-12-05”. Temblando, la volví a dejar en su sitio mientras sentía como si mi alma cayera al suelo .Como pude, me arrastré hasta la salida abandonando la cesta que arrebaté a aquélla joven. Ni, aún ahora, sé como llegué a casa y tuve fuerzas para pulsar el timbre de la puerta. 

            Lo único que recuerdo es que, cuando abrió mi esposa, casi desfallecido, le dije: “Por favor, no vuelvas a enviarme al supermercado el 31 de Diciembre”.

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