Índice de Documentos > Boletines > Boletín Abril 2007
 

     CUBIERTA   DE   CHOCOLATE

 

                                                                                      José Miguel Quiles

 

 

            Corría el año sesenta, yo era en aquel tiempo botones-recadero en la oficina.  Recuerdo que una tarde de Junio,  Don Liberto Ortiz me largó un duro y me dijo: “Chiquito, tráeme un par de palmeritas… de esas que están bañadas en chocolate…” don Liberto era un jefe en la entidad, hombre de buen corazón pero áspero de carácter, era enteco de complexión, físicamente muy poquita cosa, parecía bailar dentro de su traje gris, con un bigotillo rasposo. Compensaba su frágil humanidad con un temperamento altivo y algo quisquilloso, y la falta de autoridad natural con una arrogancia forzada.  

Así que me dirigí al Milk-bar: no tenían palmeritas de chocolate. Bajé a la Parisién, tampoco había; me fuí al horno de la Esperanza en la calle San José, allí había unas palmeritas muy buenas, recién hechas, con caramelo en los bordes, y pensé “voy a hacerme una con una onza de chocolate y una coca de mollitas…” pero no había lo que buscaba. Bajé a la calle Mayor, a la Mallorquina, nada. Me fui a la Murciana, que estaba en el paseo de Correos, tampoco; de allí subí por la calle Castaños a la Confitería Seguí y de allí a la calle Calderón de la Barca a la confitería de Jacinto.

Conociendo a Don Liberto no era cosa de volver sin el encargo, así que vagué en la tarde sin rumbo, y sin prisas, a la caza de unas palmeritas bañadas en chocolate; en aquel tiempo Alicante era una ciudad sin agobios, amable, me venía bien un agradable paseo. Así que regresé a la oficina cerca de las nueve de la noche con mis palmeritas bañadas en chocolate, alegre y despreocupado, haciendo globitos con el chicle…

Cuando estuve delante de Don Liberto con el paquetito en la mano derecha, volví de repente a la vida ruín. Se abalanzó hacia mí con una sonrisa convertida en una mueca de furor, me arrancó las palmeritas de la mano y las lanzó colérico a un rincón, dibujando con su  cuerpecito un enérgico garabato en mitad de la oficina. Nunca le vi en tal rapto de ira, ni pensé que llegara a tener tan agrio el genio. No paró ahí la cosa. Por lo visto lo mío era gordo. Dos jefes más me esperaban en el despacho.

-Tres horas y media – me dijo uno mientras el otro me daba un repaso visual sonriendo - es mucho espacio de tiempo para hacer un recado, señor mío… esto es como abandonar el puesto de trabajo.

Aquello se ponía serio y yo iba tomando conciencia de mi error. A veces hay que improvisar una salida al paso, yo había sido todo un ingenuo,  debí haberle dicho a Don Liberto que no había lo que él quería. Aun así, pálido, turbado y con las lágrimas en los ojos me reculé en la pared y me defendí como solo sabe hacerlo un adolescente acorralado, que se enfrenta de pronto con la realidad cruda de la vida. La realidad que se ensaña siempre con el más débil. Yo me aferré a un único argumento, para mi válido e irrefutable, un argumento que hubiera defendido ante el mismo T.S.J.:

¡Un momento, un momento…a mí me han dicho que trajera dos palmeritas de las que están bañadas en chocolate…¿saben cuales les digo…? por favor… pregúntenle a Don Liberto…pregúntenle.

Mis argumentos y la forma de defenderlos me salvaron Desde aquella tarde perdí toda la consideración de don Liberto, que de natural era rencoroso y amargadillo; pasaba por mi lado con aires de ministro ofendido, ignorándome, sacando unos morritos muy personales en cuya cima se destacaban los pelines del bigotín. En mi alma, gracias a Dios, siempre ha habido un lado tonto y socarrón, dispuesto a desmontar las pequeñas tragedias y convertirlas en anécdotas.

Volver