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PÁGINAS DE UNA VIDA    (II) 

          En la marina

                                                  Antonio Aura Ivorra.

 

Sentados en un banco próximo al atraque del “Sol de Levante”, cara al mar platicábamos el tornero y yo disfrutando de la tibia bonanza primaveral. El horizonte, salpicado momentos antes de perfiles - contornos de barquichuelos intuidos-, se despejaba a medida que enfilaban la bocana del puerto engordando su imagen. Por allí aparecían los “Cristo del mar” y “Garbí”, los “Cinco Juanes” y “La Gavina”, los “Amanecer”, “La Marcela”, y “Alcotán”, el “Virgen del Carmen”…“El Calafate”… con su panzas llenas de pesca, acelerando la marcha en disimulada competición ansiosos de arribar. En sus cubiertas, los marineros, de tez tostada y áspera y gorro encasquetado, se afanaban en ultimar el trabajo de la jornada:

-¡Mira, mira!, -le dije: mientras unos baldean, -¡mira cómo chorrea el agua por los aliviaderos de cubierta!- otros seleccionan el pescado y apilan las cajas para su presentación en la lonja. Pero no podía ver.

 La quietud de la atmósfera, la calma del mar espejado, el vuelo en picado o rasante de las gaviotas en busca de alimento tras las embarcaciones y el ritmo pausado y sonoro del latir de los motores marinos, pom, pom, pom, pom… sosegaba. Atardecía. Y el sol, pletórico, ígneo, se posaba suavemente en la lejanía, allá donde confluyen los azules celestes y marinos.

Contagiados de ese ambiente tranquilo discurría la conversación calmosa, reflexiva, sincera:

-Me enamoré de mi mujer en la adolescencia– me contó el tornero-. No conocí a otra igual. Lo de la italiana, allá en Francia, fue una simple aventura sin más pretensión; cuando vi que la cosa se complicaba salí pitando, como sabes. Y aquí me abrí camino. ¡Ah! y aprendí a tocar la guitarra, ¿sabes?

-Cuando acababa la jornada y llegaba a casa me lavaba como podía en la pileta de la cocina, que era de granito, y me apañaba con jabón lagarto que servía para todo… y agua del cazo que calentaba mi madre, ¡qué tiempos!; entonces no teníamos ducha, ¿recuerdas? ¡Ah, amigo!, no como ahora que tenemos todas las comodidades… Bueno, como te decía: bien lavado, peinado y con un par de gotas de Varón Dandy, -regalo de Reyes- cogía mi guitarra y ¡a ensayar! Con los amigos formamos una orquestina, -lo que ahora se llama conjunto ¿vale?-; éramos conocidos en la comarca: nos llamábamos los “Cinc som”; sí, claro; los que éramos: cinco. Y de verdad que lo pasábamos muy bien y además nos pagaban algún duro, que no venía nada mal para liquidar la deuda de los instrumentos y ahorrar algo…

- Pero, oye, -le dije. Y me interrumpió: -No creas que esta voz carrasposa que tengo, siempre ha sido así ¡qué va! En algún tiempo muchos la admiraban. Y muchas. Entre ellas mi mujer, que la conocí en una velada de fiestas de barrio, ¡antes de irme a Francia, no veas!: Desde que la vi, mis acompañamientos con la guitarra me salían… ¿cómo te diría yo?... con más… con más sentimiento, ¿sabes? - ¡Claro! Es que cerraba los ojos y creía que en lugar de a la guitarra la estaba acariciando a ella… Es que las mujeres, ¡ay las mujeres! ¿no te has fijado que tienen silueta de guitarra?… ¡qué cuello, qué hombros, qué cintura, qué caderas…!

            -¡Lo que yo te diga, chico! Y si las quieres de verdad, hay que tratarlas con delicadeza, con sentimiento, con caricias… amorosamente; como a la guitarra. Solo de ese modo se consigue la armonía. Así traté siempre a mi chica y por eso me casé con ella. ¡Jamás llegó a desafinar! ¡mira si sonó bien que me dio dos hijos y fuimos muy felices! ¡Ella y yo! ¿Qué hubiera hecho yo sin ella? ¡Fíjate, ahora, lo calamidad que soy!… apenas sé hacer nada de la casa, y encima, mis ojos… pero no es eso; es como un vacío ¿sabes? ¿cómo te diría?...

            -Te entiendo, amigo mío, te entiendo, le dije interrumpiéndolo yo esta vez...Y no te atormentes tú ahora, que siempre acabamos igual. ¡Anda; anímate, que falta te hace!

            Cogió su bastón y, sin reparar en los barcos que seguían arribando, nos levantamos y con paso lento nos fuimos para casa codo con codo.

            Aunque del tornero, llamémosle Damián, no recuerde su apellido, inmerecidamente me confió algunos acontecimientos de su quimérica vida, que torpemente trato ahora de hilvanar. En eso estaba yo cuando súbitamente me espetó:

            -¿Cómo habrá quedado el “Garbí” hoy?

            -Y yo qué sé, le respondí.

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