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LA ARQUEOLOGÍA ALICANTINA

 

Francisco Guardiola

Desde muy joven me gustó la historia, la arqueología, lo que hicieron, sintieron y cómo vivieron los que habitaron la tierra siglos atrás. Hablo haciendo uso de mi memoria, de mi afición. Y la proximidad a mi padre, quien desempeñó un papel importante en los descubrimientos arqueológicos en Alicante.

Los que vivimos en Alicante, así como los foráneos que nos visitan, tenemos la opción de visitar el museo arqueológico MARQ, que pone a disposición del visitante toda la técnica y el progreso alcanzado en nuestro tiempo para describir la prehistoria de esta tierra ibérica; está ubicado dicho museo en el edificio del antiguo Hospital Provincial.

Hace unos cien años, la Diputación alicantina, con buen propósito, abordó la tarea de formar un modesto museo arqueológico dentro del edificio sede de dicha Corporación Provincial. Este museo comenzó a atesorar objetos arqueo-lógicos procedentes de hallazgos más bien casuales, aportados voluntariamente por personas de la ciudad y provincia, que salían al campo con cierto conocimiento de la historia.

Con el tiempo fueron llegando objetos dignos de interés, que se guardaron en el incipiente museo aún no fundado. Estos aportes fortuitos comenzaron a finales del siglo XIX; desde ese tiempo en adelante se examinó su autenticidad  y  procedencia,  se clasificaron  y,  ordenados  en

cajas, se ofrecían a la vista del interesado o del estudioso.                                            Museo Arqueológico MARQ

            Fue en el reinado de Alfonso XIII cuando se inauguró el museo en cuestión. Había un director encargado, con estudios universitarios, que contaba con un equipo de trabajo; tenían que hacer tests de autenticidad de los objetos y recomponer cerámica con fragmentos, deduciendo cómo fueron confeccionados siglos atrás.

Allá en los años cincuenta conocí al que entonces era director, Enrique Llobregat. Este señor era un buen enseñante de arqueología; daba clases gratuitas sobre la cultura de la familia contestana, perteneciente a la población ibérica, en locales cedidos por la Diputación; dicha familia poblaba una buena parte de la cordillera Ibérica y nuestra costa mediterránea.

Con el museo citado coexistían otros en la provincia: uno en Elche, regentado por su municipio, con vestigios de la gran civilización ibérica y otras interesantes culturas que por allí pasaron; y otro en Alcoy, también con interesantes vestigios iberos.

            En torno a los años veinte, la Diputación nombró, con carácter honorífico, sin retribuciones, la Comisión de Excavaciones Arqueológicas en Alicante; ésta abarcaba teóricamente toda la provincia pero, por razones económicas, los trabajos se circunscribieron al yacimiento más próximo a la capital: el Tossal de Manises en la Albufereta.

            Integraba esta Comisión un pequeño número de personas; la presidía mi padre, José Guardiola Ortiz, abogado, decano del Colegio profesional, escritor, concejal del Ayuntamiento de Alicante. La Diputación dedicaba escasos fondos a la arqueología, creo que era la única que entonces destinaba medios económicos a tal finalidad.

Le seguía en la Comisión don Francisco Figueras Pacheco, abogado, miembro de la Academia de la Historia, Medalla de Oro de la misma, escritor; era invidente y estaba auxiliado por un miembro femenino de su familia, su secretaria. Don Francisco era un gran escritor arqueológico y, en general, fue muy competente en todo lo que emprendía. Amaba la vida, y su singular simpatía atraía a los demás; le conocí cuando yo era un mozalbete, pues visitaba nuestra casa con frecuencia con su inseparable secretaria. Don Francisco era ameno en la conversación; gracias a él y a mi padre conocí y aprendí mucho de arqueología, he leído mucho sobre esta materia y las clases que recibí del señor Llobregat me han permitido tratar este tema con cierta soltura.

El tercer personaje técnico y estudioso de la arqueología era sacerdote, canónigo de la concatedral de San Nicolás: el padre Belda, muy capacitado para la actividad en cuestión.

            A esta Comisión expresaron su adhesión y cariño sus amigos alicantinos de aquel entonces: Gabriel Miró, Eduardo Irles, Juan Vidal y un largo etcétera.

Mi padre era un gran amigo personal del señor Figueras; eran viejos compañeros letrados.

Existía, como es natural, un equipo obrero de excavaciones, compuesto por un capataz y un grupo de operarios responsables que trabajaban cuidadosamente para no romper los hallazgos.

Los integrantes de la Comisión no podían dedicar mucho tiempo a los menesteres de la misma, pues no eran personas adineradas y tenían que atender a sus medios de vida. No obstante, ocupaban parte de la noche en reuniones en el bufete de mi padre para escribir y hablar sobre lo descubierto, y los domingos y días no lectivos visitaban las excavaciones.

            Los hallazgos se entregaban por la Comisión a la Diputación debidamente documentados y rotulados para el museo, en donde sufrían una nueva revisión y los informes eran estudiados y datados.

            Hay que manifestar que los iberos carecían de alfabeto y por tanto era muy difícil averiguar, solamente por los objetos hallados in situ, lo vivido por dicha civilización; había pues que enterarse a través de otros pueblos que comerciaron con ellos, y ocasionalmente recurrir a la incierta y dudosa hipótesis.

            Estos descubridores pioneros y con vocación de historiadores, personas abocadas a la vejez, trabajaron con la duda y el propósito de ser veraces. Esto nos hace creer y confiar en el género humano y en su afán de comprender a sus antecesores en el mundo; personas entregadas, con gusto, a los demás, y con pocas ayudas por parte de los organismos gubernamentales.

            Aquel grupo de hombres entusiastas encontraron al excavar varios niveles superpuestos de ciudades. Su premio fue conocer las diversas edades de la humanidad: desde la de piedra, pasando por los metales, a las del comercio con los otros pueblos navegantes del Mediterráneo. Mucho sobre nuestro pueblo se supo a través de fenicios, griegos y romanos.

El Tossal de Manises ha dado de sí, con sus excavaciones en lo alto del montículo, urbanizaciones de grandes edificios que han crecido en derredor; y además las laderas son de particulares, lo que descarta la posibilidad de investigar nuevos hallazgos sobre nuestros ancestros; ¡lástima!

Procedentes de África del norte, de raza blanca, y según sus esqueletos aproximadamente de un metro setenta de estatura (las mujeres menos), nuestro pueblo fue intrépido y fuerte, parco en su alimentación, activo, abierto al saber. Comían una vez al día, en familia. Sus sentimientos debieron ser anímicos: recordaban a sus difuntos, a los cuales generalmente enterraban bajo el suelo de sus viviendas, aunque también se han descubierto cementerios comunes. Respetaban a los ancianos, que constituían sus consejos y dirigían sus pueblos. Se supone que, como otros pueblos primitivos, adoraban a las fuerzas de la naturaleza: la fertilidad, el sol, los elementos y los fenómenos naturales.

            A través de historiadores de los pueblos visitantes se sabe que la mujer ibérica alcanzó un estatus  más avanzado que el de eras más modernas. El matrimonio no estaba vinculado a creencias religiosas, eran monógamos y nada promiscuos, a diferencia de otros pueblos mediterráneos. Al unirse una pareja, el hombre planteaba su lanza y su rodela (escudo) delante de la vivienda, y esto constituía la familia y el hogar, al que respetaban todos los miembros del clan. Eran recolectores de miel, y domaron al caballo, al perro y a la cabra. El caballo lo montaban, pero luchaban en la guerra a pie.

            Inventaron la falcata, una singular espada de doble filo, de un metro de larga, que en su empuñadura protegía la mano con una guarda. Fue de cobre, de bronce o de hierro según la época; la hoja se ensanchaba al final con una ligera curvatura en el centro, hacia atrás. Servía  para  la  guerra,  pero también  se servían de

ella para la agricultura; con un equilibrio logrado, cumplía la ley de la palanca. Los romanos la apreciaron y la utilizaron sus legiones.

Al principio eran cazadores y recolectores; los fenicios y los griegos les enseñaron la agricultura, el comercio, la navegación, a obtener el aceite de oliva, el vino, a tejer y a salar el pescado y la carne.

            Los romanos les enseñaron a fabricar con el pescado salado el “garum”, salsa que añadían en sus comidas. Aprendieron a hacer la argamasa o mortero de los fenicios, que estos, a su vez, aprendieron de los árabes.

            Barnizaron su cerámica haciéndola más bella. Era un pueblo feliz y libre.

 

El Tossal de Manises

 

 

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