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Antonio Aura Ivorra

    PÁGINAS DE UNA VIDA (V)    

La señora Luisa

El tiempo pasa
nos vamos poniendo viejos...

Mercedes Sosa y
Pablo Milanés

 

         De la olleta, memorable, dimos buena cuenta. Preparé café para dos y una infusión de tomillo -un timonet- para Damián. La señora Luisa estaba melancólica ese día. En la sobremesa la escuchamos con atención y agrado, y también con curiosidad, saboreando las tazas cálidas, humeantes y aromáticas. Su voz, temblorosa pero sosegada, de timbre y tono agradables, cautivaba. Y tanto por la afabilidad de su persona como por ser tan solo un bosquejo, su narración avivaba nuestro interés: (¿Cuántas incertidumbres, aventuras, cuántos sacrificios, ilusiones, cuántas frustraciones permanecerían en su intimidad amparadas en la discreción de su charla?)

 

- De recién casada -nos contó- estuve en América. En Nueva York. Entramos por Cuba, ¡qué cosas! Nos pudimos establecer en Brooklyn. Allí residían muchos inmigrantes. Al principio lo pasamos mal, pero con  la ayuda de unos conocidos nuestros, también españoles, que se portaron muy bien con nosotros, encontramos alojamiento y trabajo. Alquilamos una casa y trabajamos de lo lindo. Nunca tuve en mis manos tanto dinero como entonces. Pero mira,  mi marido se cansó y al cabo de tres años regresamos a España. Aquí no tuvimos tanta fortuna, pues no hubo negocio que saliera bien. Perdimos todos nuestros ahorros. Y después, la enfermedad de mi marido… pero, en fin, pudimos salir adelante y criar a nuestros hijos, y ahora, aunque en soledad, puedo vivir con desahogo. Así que después de todo no me puedo quejar, salvo de mis achaques. ¡Ay, Damián!, soy ya muy mayor…

 

-¡Vaya! Así que estuvo en Nueva York… entonces sabrá inglés ¿no?, preguntó Damián.

 

- Algo aprendí, hijo mío, porque no tuve más remedio. ¡Hasta de gallina tuve que hacer para comprar huevos…! ¡Sí, sí; no os riáis…! Pero ya no me acuerdo de nada. Allí, a fuerza de hablar pues sí que me defendía, pero nunca lo escribí. Y tampoco leí mucho… los carteles de las tiendas, las letras grandes de los periódicos… poca cosa.

 

Me acuerdo mucho de las nevadas, que eran impresionantes. Y de los coches, que eran negros y grandes, elegantes. Y también de las primeras medias de nylon que me puse, que por entonces eran novedad… y de mis sueños que, como si fueran voluntarios, siempre me ilusionaban. La gente trabajaba mucho pero vivía bien. Había una asociación de inmigrantes españoles que tenía local propio para reuniones y fiestas. Se organizaban bailes de vez en cuando y también teníamos un periódico, mensual creo recordar, modesto, que recogía información de unos y otros y acontecimientos sociales de nuestra colonia como bodas o peticiones de mano, bautizos… y también fallecimientos. Así estábamos al corriente de lo que nos podía afectar. Ese sí que lo leía porque estaba en castellano y, además, porque de vez en cuando conocía a algunos de los que allí salían fotografiados. ¡Ah, qué tiempos…!

 

¡Bueno, qué!; ya debo irme. ¿Cuándo regresáis a la ciudad?, dijo la señora Luisa recogiendo sus cosas.

 

- Pues mañana por la mañana -le respondí-. ¿Sabe qué ocurre?: que nos encontramos mejor asistidos en la ciudad que en el pueblo. Allí hay ambulancias a mano y el hospital está cerca, así que si pasa algo, en un santiamén podemos estar atendidos. Antes nunca pensábamos en esas cosas. Debe ser la edad, porque aquí en el pueblo no hay por qué quejarse; nos conocemos todos, hay más tranquilidad y aire puro, no hay tanto tráfico… y se pasa muy bien. Pero mire… casi casi es una obsesión pensar si nos pasa algo… ¡manías! ¡manías de viejo! ¿eh, Damián?

 

-¡Pues sí! ¿qué quieres que te diga? Tengo que ir al médico porque se me acaban las pastillas y me toca ya un análisis. Así que, de momento, tendremos que suspender las tertulias. Pero, ¡en fin!; tiempo habrá para reunirnos de nuevo. Y usted, señora Luisa, a cuidarse, que nadie lo va a hacer por usted.

 

-¡Ya, ya! ¡Hala!; ya me voy. Hasta la vista y que tengáis buen viaje.

 

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