Índice de Documentos > Boletines > Boletín Diciembre 2007
 


Francisco Guardiola Soler

EL EMIGRANTE


     Muquele había tomado la determinación de emigrar hacia Europa, una idea programada, equívoca, que solo conducía a una vida desgraciada e incluso a su probable pérdida.

 

     Un ambiente el de aquellas tierras del trópico en el que la riqueza estaba en manos de los pocos bien situados o de los que ostentaban el poder. Repúblicas con frecuencia ricas en bienes materiales, cobre, oro, diamantes e incluso petróleo, pero riquezas nunca en manos del pueblo llano, siempre en manos de seres prepotentes, frecuentemente codiciosos y sin escrúpulos.

 

     Viendo las revistas y el brillo de la publicidad de los blancos, tentadora y engañosa, piensan los africanos que la Unión Europea es un paraíso, un emporio de riqueza, “el dorado”. ¡Cuan distinto es para ellos cuando llegan a las costas de Europa conducidos por desaprensivos!

 

     Muquele sale de Nubia, país vecino al Sudán y próximo a Egipto y a su río Nilo; sin apenas equipaje para viajar, con ropa vieja, una pequeña navaja y dólares con que pagar su plaza en la patera, los dólares ahorrados centavo a centavo, logrados a veces con la caza furtiva o con un empleo ocasional de mucho trabajo y poco sueldo, como los agotadores trabajos de tala y arrastre de árboles.

 

     Así pues, nuestro moreno y aventurero Muquele bordeó el desierto del Sahara, entró en Mauritania, subió hacia el norte de dicho país, su Nubia nativa. En el camino compró droga para venderla al arribar a España y así obtener euros con que vivir al principio. Atravesó Marruecos por la ladera de la cordillera del Atlas, frontera entre Marruecos y Argelia, hasta llegar a la orilla del Mediterráneo.

 

     Se alimentaba en el viaje de lo que cazaba con trampas, frutos salvajes, y lo que hurtaba en los campos que atravesaba. Cuando llegó a la costa, entregó al dueño de la patera el dinero que portaba, embarcó y navegaron todo el día con buena mar. Al anochecer, llegó a las proximidades de una playa en Tarifa y al crecer el crepúsculo vio luces en la playa y le entró miedo de que le atraparan las autoridades. Por eso se lanzó al agua con su pequeño petate, todos los nubios saben nadar, cuidando que no se mojara la droga que llevaba, única riqueza que le quedaba después de haber pagado a los traficantes de las pateras.

 

     Nadó hasta unos rompientes, que pudo alcanzar sano y salvo mientras sus compañeros de navegación eran aprehendidos por la guardia civil, y trepó peñas arriba hasta la cúspide de los montes de Tarifa. Allí puso sus ropas a secar, calmó su sed con la pulpa de una chumbera y, sin cenar, se acostó desnudo sobre hojas secas, cubriéndose con ramas tiernas de matorrales.

Al amanecer comió algunas almendras, dátiles de palmito y hierbas comunes en España y África que conocía.

 

     Tuvo un ataque de malaria que era casi crónica, estaba mal alimentado y no tenía quinina para combatir la enfermedad. Sin poder vender la droga ni acercarse a los cortijos por temor a ser denunciado, tenía que ocultarse. Su voluntad cedía y se quebraba, el edén del que le habían hablado no existía, era pura fantasía. Los españoles no tenían un Mercedes, ni un piso en la Gran Vía y habían nacido allí. Él no tenía esa suerte.

 

     Llegó a la conclusión de que “El dorado” no existía y de que en África padecía menos que aquí en Andalucía. Pensó con añoranza en su casa en Nubia, en sus seres queridos… él era gregario; le gustaba vivir con los de su aldea y su raza, con aquellas mujeres dóciles y cariñosas, con sus hermanos y hermanas, con su madre. Allí en aquella cabaña había algo que le ayudaba a vivir.

 

     Harto de sufrimientos, desengañado y con ganas de regresar a Nubia, enfermo de malaria y de soledad, se acercó a la carretera e hizo señas a un coche para que se detuviera. El conductor se detuvo y vio a una persona muy tostada con la ropa destrozada, hambriento y enfermo de fiebre; escuchó su odisea con lástima, le dio unos cuantos euros, lo subió al coche y lo condujo a un hospital. Allí lo curaron, lo vistieron y lo alimentaron.

 

     Ya de regreso en avión hacia el sur, a Nubia, se le había terminado el dinero, sus ilusiones; era una persona sin norte. Pero volvía vivo a su tierra y, tal vez, como era joven, quizá rehiciera su vida con nuevas ideas el bueno de Muquele.

Volver