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Demetrio Mallebrera

LA HOJA EN BLANCO


     Recuerdo una noche calurosa de últimos de agosto del año 2001, manteniendo una animada charla con el veterano periodista alicantino Isidro Vidal, buscando juntos algo de brisa de la anochecida bajo los frondosos y centenarios árboles de los hermosos jardines del Casino de Monóvar. Preparábamos un acto de presentación de un libro mío de artículos costumbristas y estampas monoveras, en el que Isidro estaba comprometido a hacer el exordio hablando del contenido del tocho (del que él era mucho más ducho e instructor) y del autor, para lo que precisaba hacerme algunas preguntitas de evidente tipo personal. Y yo no sé si lo que quiso era cogerme en un renuncio, verme en estado de excitación o simplemente impresionarme, nada de ello malintencionadamente; pero el caso es que empezó por preguntarme cómo me sentía yo ante la hoja en blanco (hoy diríamos pantalla), qué sensaciones, si placenteras o angustiosas, me acudían a la azotea en el momento solemne de sentarme a escribir, donde puede pasarte de todo: esos sudores internos que impiden el orden cerebral por estar tan saturado de ideas que no sabes por dónde empezar, o la mente in albis cuando no llega el riego sanguíneo a la zona más idónea que, con orden, va dejando caer las ideas con método y con cierta comprensión para uno mismo y para los demás. Y yo para escabullirme de tan angustiosa pregunta le contesté que no hay página en blanco cuando uno llega al momento de escribir y ya sabe de qué va a hablar y cómo.

 

     Hoy quiero confesar a Isidro que el oficio lo hace el propio hecho de enfrentarse a una página en blanco que hay que rellenar de un contenido y de un estilo, y que aquella respuesta (que fue muy sincera) era una evasiva para no entrar en interioridades (de las que uno huye como de la peste, o del virus del estómago que es lo que corre estos días). Ahora estrenamos año y nos proponemos contemplar nuevos panoramas. Hay que decir a los cuatro vientos que todo cuesta lo suyo (mucho o poco, según  las circunstancias y las disposiciones). Digamos, pues, claramente, que existe la hoja en blanco, como también existe la mente en blanco, el revoltijo de ideas, intuiciones, sensaciones y pensamientos que bullen, hormiguean y se multiplican en la sesera, sin olvidarnos del enjambre de los cables nerviosos que lo enredan todo con los sentimientos, de modo que ni a los Magos de Oriente hemos sabido pedirles por las dichosas emociones. Y entre todos empujan la fina piel de la mollera elástica y distraída que contiene todo este material sensible, que es tan manso como agresivo, según le vaya en la batalla diaria contra los que quieren hacerle cambiar, engañarle o que se chupe el dedo esperando sus profecías o sus discursos tan exentos de talento y de bondad.

 

     Nunca será una mala acción emprender un nuevo año con propósitos de enmienda, ni tampoco prometerse a uno mismo, para comenzar, y luego hacerlo ante otros de confianza y ante lo más sagrado, que hay que llenar una hoja de servicios ejemplar, cuadrar las columnas y las líneas de las hojas de cálculo de la economía doméstica, completar nuestro expediente académico terminando de una vez la asignatura que nos falta en la hoja de estudios, no dejar en modo alguno que pase una hoja del libro que llevamos en danza sin habernos enterado de su contenido; no consentir nunca poner a una persona amiga como hoja de perejil (insulto, crítica o descrédito), ni tomar el rábano por las hojas, que es como ir por la vida sabiéndoselas todas. Y si la charla que estamos leyendo u oyendo nos está haciendo daño, volvamos la hoja, o sea cambiemos de conversación, o de canal, y andémonos con cuidado pues por ahí nos piden que firmemos hojas en blanco a favor de leyes que pueden ser una trampa mortal y moral. Que nunca nos digan que lo hecho ya no tiene vuelta de hoja, sentencia que significa que se llega tarde y que no hay solución. Y empecemos el año con ilusión anotando sin agobios en una hoja en blanco el bien que vayamos haciendo exigiéndonos un poquito.

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