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Gaspar Llorca

  EL CAÑAVERAL


     Las ocho de la mañana de hoy. Me desayuno con un tazón de chocolate con churros, (chocolate espeso en el que el churro o porra se aguanta derecho), un vaso de agua fresca y (maldita sea) unas nueve pastillas; dejemos las pastillas pues es un día que me siento bien y hasta casi rejuvenecido. Me lanzo a la calle con una navaja bien afilada en el bolsillo (no es para defenderme ni atracar) y me dirijo a los exteriores de la ciudad (la periferia no es que esté lejos) y con paso cansino (77 años andando) voy en busca  de un cañar (criadero de cañas). Pregunto a un paisano y luego a otro (en los pueblos los nativos nos conocemos y sabemos de las aficiones así como las enfermedades y miserias, propias y ajenas), y ambos coinciden en  indicarme uno (baja a la playa  por aquella parte rocosa, ten cuidado en no resbalar, hay piedras que están sueltas, tocando casi el mar, hay uno que te viene al pelo) y me describen las circunstancias a tenor de la conversación que mantenemos y que no voy a detallar.

 

     Sigo sus indicaciones, que me ratifica otro (amigo = conocido = paisano, que  como queda dicho, a cierta edad, son sinónimos) que habita en la zona civilizada de la partida (civilización = casas = coches = ruidos = motos = gente) y me da los mismos consejos (precaución, edad, sol, sombrero), y un poquito ya preocupado (me molesta la caridad que me envejece), tomo medidas en el descenso del monte, busco senderos, me agarro fuerte a las tocheras (matas de esparto), y ya casi maldiciéndome  lo distingo a menos de tres metros de la mar (el cañar, yo estoy más arriba).

 

     Saco la navaja, abro la hoja (odio la xenofobia, una con la muda y la otra sin) y me introduzco en él. Tiembla, se estremece ¿un golpe de viento?, me arrastra, me mueve y me conmueve: ¿es el espíritu del cañar?, ¿ataca a todo intruso? Corto con delicadeza las cañas más tiernas, las delgadas (son para las jaulas de los pájaros que tengo en cautiverio), me siento sobre una piedra llana y limpia, vecina, y pelo las cañas. ¡Y, Dios¡ No me reconozco, sí físicamente, pero de espíritu me encuentro poseído: solo pienso en cañares, su vida, su utilidad, dónde viva, en su amor (hay que buscar a Miguel Hernández, poeta que vio esa naturaleza humilde) y su grandeza (atribución personal). Surge en mi magín (no puede surgir en otro sitio) la idea de montar una sociedad defensora de las cañas (no las de cerveza, esas ya las tienen), buscar su origen (si Adán las usó con Eva, digo yo, por lo de la manzana o mansana, ¡ya estamos!, ¡ay, escudero Sancho, cuánta confusión nos trae la política!) y su canagrafía  (vidas de las cañas). Y me pregunto ¿quién ama las cañas? Nadie (han perdido su utilidad), el progreso despiadado mata. ¿Quién las recuerda? Nadie (alguna añoranza pronta a extinguir). Y su destino (muy negro); ellas lo presienten y su hábitat son lugares de deshecho, ribazos, charcas, calas abruptas, laderas de ríos (donde las queman como brujas apestosas), y a pesar de todo, sus plumeros siguen luciendo y balanceándose cuando las brisas las visitan.(¿Habré conseguido el binomio perfecto?: pregunta-respuesta, todo a la vez). Consigo sonreír (¡gracias, Dios mío!), las veo, sí, son tres esbeltas y relucientes cañas clavadas en la grava de la orilla apuntando hacia el techo del mar; de sus espigones (la parte más fina de ellas, su punta de flecha) se desliza el sedal para que su extremo móvil se sumerja en las aguas azules. ¡Pescadores con caña! Y transportado en la chalupa de mi imaginación, que me ha desconectado de lo real, de sopetón me encuentro río arriba, casi en el centro de una concentración de cañas (en formación, gallardete al aire, alineadas como un ejército, dispuestas a luchar, a enfrentarse a su destino) y cual es mi asombro al contemplar su convivencia con el baladre (adelfas) florecido de blanco y rojo, y ante este Sorolla  reflexiono: su humildad las ha llevado a la libertad, y sí, disfrutan de esa libertad  que ha conseguido que por fin el rey, no, el amo, tampoco, el tirano, haya dejado de manipularlas, recuperando el estatus de su origen.

 

     Con el macuto lleno de respeto hacia ellas, tomo el sendero que me devuelve a la realidad y dejo de soñar. De nuevo, los adoquines y el asfalto me abrasan los pies y también mis gratas evasiones.

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