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Antonio Aura Ivorra

      MI LEONERA     


     La habitación donde escribo, de paredes blancas, es reducida pero luminosa. A mis espaldas, un mueble con estanterías combadas –soportan más peso del que debieran- rezuma sabiduría; y frente a mí, seis anaqueles repletos de historias, de sueños, de ingenio, de imaginación en suma, tientan mis apetencias. Tengo el monitor del ordenador y una impresora sobre una mesa escasa. El teclado lo soporta una balda que se escamotea bajo ella, permitiéndome sitio para poder leer cómodamente. Es mi lugar preferido. Sobre la impresora siempre hay algunos libros a medio leer y unos cuantos recortes de prensa interesantes para mí. Un cierto desorden acredita la vida. De eso intento convencer a mi mujer de vez en cuando para que sea paciente conmigo… y ella sonríe.

 

     He conseguido familiarizarme con el ordenador hasta el punto de que cuando falla me siento desarmado. Ha reemplazado al papel y al bolígrafo. Internet me permite ver el mundo desde mi casa, hacer cursos a distancia, operar con la Caja, acceder a organismos oficiales, solicitar cita con el médico de cabecera, hacer alguna compra, revisar la prensa, comunicarme con mis amigos, hablarnos y hasta vernos. El correo ordinario queda ya para mí lejano y en retiro. ¿Cómo podrían imaginar nuestros abuelos, y quizá también nuestros padres, -soñadores con Julio Verne y su Miguel Strogoff, el correo del zar- que algún día se podría hablar con cualquier parte del mundo, con las antípodas si se tercia, en tiempo real, con inmediatez, y al instante enviar o recibir escritos, fotografías, música e imágenes… escuchar la radio o ver la televisión de muchos países…?  Todo eso es posible con Internet, además de ser una herramienta excelente para la enseñanza y el aprendizaje que ya pronto será imprescindible.

 

     Como les digo, utilizo el ordenador; y soy un permanente aprendiz porque los misterios de la informática son inescrutables; tanto, que a veces (no muchas, no crean ustedes), los resuelvo sin descubrirlos encendiendo y apagando. La artimaña funciona. No siempre, pero funciona. Y cuando la cosa se pone fea, pues llamo al técnico… que antes que nada hace lo mismo que yo: encender y apagar por si acaso suena la flauta. Es un consuelo para mí.

 

     Esto que leen, tan solo ha consumido la hoja de papel que está en sus manos. Para su elaboración, únicamente ha precisado un teclado para escribir y una pizarra blanca -papel virtual- que es la pantalla del ordenador. Ni papel, ni cinta, ni tinta, ni goma de borrar han sido necesarios. No hay tachaduras. Todo se ha escrito sobre esa pizarra tan limpia, que reduce a mero objeto decorativo la papelera hoy vacía de folios frustrados. Ya no se rompen ni arrugan. Ni se usan.

 

     Terminada su redacción, el trabajo se ha remitido por correo electrónico a Jubicam. Allí se agrupan todas las colaboraciones que van a publicarse y se procede a maquetar, a componer la revista. Colocado cada artículo en su sitio y cada foto en su hueco, se guarda todo en un diminuto lápiz de memoria, que con solo enchufarlo al ordenador de la imprenta genera la impresión de la revista. Fácil, ¿eh? Solo es necesario utilizar esa herramienta: el ordenador. Al igual que conducimos el automóvil sin ser mecánicos, podemos utilizar el ordenador sin ser informáticos. Es cuestión de desarrollar una habilidad que, solo por haber vivido un mundo profesional tan dinámico como el nuestro, seguro tenemos. Hay que proponérselo.

 

     Levanto mi vista y tropiezo con El Aleph, de Borges. Abro el libro y leo subrayado: “Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin”… (me siento aliviado). Justo al lado, Azorín y su Isla sin aurora comparte leja con El poder del ahora de Eckhart Tolle y La experiencia literaria de Alfonso Reyes; y pegado a él, Muhammad Yunus, el banquero de los pobres, explica sus microcréditos a quien quiera leer, como herramientas redentoras creadas desde una visión anélida de la economía, es decir, pegada a la tierra oliendo miserias y no subida al estrado con aires de sabia. Buen menú, siempre a mi disposición. Unas Memorias de un reporter de los tiempos de Cristo adquiridas en una librería de viejo aparecen apretujadas en la leja superior. Curiosas.

 

     A veces, rastreando algo, encuentro lo que no busco y me pregunto: ¿y esto qué hace aquí? Pero me siento y empiezo a hojear…

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