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LA MANO NEGRA


Carmen Bas Millet


     Casi me mata el cuerpo que, como un fardo, cayó del cielo ante mí.

 

     Del cielo, no. Del séptimo piso de la casa delante de la que yo pasaba casualmente en el momento en que, presuntamente, decidió arrojarse, según pude enterarme por los periódicos del día siguiente. La mujer se encontraba desarticulada como un muñeco de marioneta ante mis pies.

 

     Inexplicablemente, ni me inmuté. A la pregunta de si me encontraba bien, contestaba mecánicamente que sí, pero mi aspecto debía de ser tan lamentablemente entero y poco creíble que varias veces me lo repitieron.

 

     Sólo cuando me acosté y me encontré entre las sábanas de mi cama, los dientes empezaron a castañearme. Y así debieron de seguir toda la noche, al parecer, por el dolor de mandíbulas que tenía cuando el sol me dio de lleno en la cara avisándome de que empezaba un nuevo día.

 

     Y un nuevo día empezó, lleno de sorpresas y alucinaciones.

 

     La cara de la presunta descuidada, según unos, o suicida, en opinión de otros, que aparecía en todos los periódicos locales, tenía para mí un magnetismo especial. El primer recuerdo, el de una noche en que al pasar junto a una farola del parque de Canalejas en Alicante, la ciudad donde vivía, iluminaba a una pareja.

 

     Debían de estar haciendo planes para el futuro y las caras de los dos expresaban la felicidad que seguramente esperaban tener en tiempos venideros. Pero debieron de  equivocarse, porque, pasados unos años, la encontré a ella en una fiesta que organizó la embajada española en Bruselas, y estaba en un grupo de amigos donde el hombre con el que la había visto en el parque, no se encontraba.

 

     Escuché con curiosidad lo que estaban diciendo. Hablaban de fenómenos paranormales, y la muchacha decía que ella tenía una mano negra que nunca le dejaba alcanzar lo deseado.

 

     No era guapa, pero, al igual que algunos ojos claros cambian de color según el tiempo y el reflejo de lo que tiene delante, así las expresiones de su cara variaban en las diferentes ocasiones en que la vi. Cada vez con un hombre distinto. Cada vez una situación distinta. Cada vez una expresión distinta. No podía decir, porque no lo recordaba, si era morena o rubia, alta o baja, ni cómo eran sus facciones. Sólo que con una expresión distinta cada una de las veces que la vi; pero todas ellas tenían en común el magnetismo especial que las caracterizaba como un sello propio. Aunque nunca supe en qué consistía. Hasta muerta lo tenía.

 

     En la comisaría, por la mañana, me hicieron las preguntas de rutina.

 

     - ¿Qué es lo que usted ha visto?

 

     - Nada. Sólo el cuerpo ante mí desarticulado.

 

     - ¿La conocía?

 

     - No

 

     - ¿La ha visto alguna vez?

 

     Cometí el error de decir que sí, que eso sí, que la había visto en distintas ocasiones, porque ya no me dejaron en paz. Debía de estar localizado en todo momento. Una enorme contrariedad.

 

     Las preguntas continuaban pidiéndome toda clase de detalles.

 

     - No puedo recordar nada porque no sé nada

 

     Cansado, empecé yo a preguntar.

 

     - ¿Es que nadie ha visto nada?

 

     - No

 

     - ¿Han preguntado a los vecinos? ¿A los de enfrente?

 

     - Si, pero sólo una señora muy mayor, que no es fiable porque la vista le falla, dijo que ella había visto una mano negra que la empujó.

 

     De vuelta a casa, iba pensando en la contestación de la señora mayor, cuando por el retrovisor me pareció ver que un coche me seguía. Manías mías, pensé. Estoy obsesionado con el asunto de la suicida. Cuando el coche que presuntamente me iba siguiendo pasó por mi lado, me fijé en la cara del hombre que lo conducía y que me llevó, de nuevo, al recuerdo de la pareja que vi iluminada bajo una farola del parque de Canalejas.

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