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Gaspar Llorca Sellés

¡  VAYA DIA  !


     Me levanto de la cama (descamo) con el pie cambiado (no de trueque, venta o permuta, sino de orden), primero, segundo, y ¿por qué el uno no trae mala suerte, o, mejor dicho, la trae menos mala que el otro? (empezamos cediendo una costilla), y ¡pum! me doy un mamporro con la silla o butaquita (tiene un nombre específico pero no me sale) que quedo amargado, y el odio se junta con el dolor y las neuronas mezclan sus colores y cargan las pilas del desahogo expulsando por el gran agujero demonios y culebras, eso sí, bien conjugados. Cuando el dolor se diluye, amanece la placidez, tolerancia o sensatez que me lleva a recapacitar (sigo subido sobre mi trasero que descansa al borde de mi mejor amigo, el lecho; no digo cama porque entonces tendría que decir amiga, y por lo que se ve no está bien visto; una vez dije “voy a prolongarme en mi amiga” y las miradas me asaetearon y no fueron precisamente flechas de Cupido, y ya no sé si cierro el paréntesis o no y cualquiera vuelve arriba a averiguarlo. Y sigamos con el día que nos ha mostrado sus cartas credenciales y me va a tocar soportarlo ¡que remedio! Dirijo mi turbia mirada a la técnica y ahí está el que nos dice por dónde vamos en la etapa (cuesta arriba, cada vez más pronunciada y meta cercana), y sin tic-tac (no respira) ni dang-dang (no habla), dicho engendro hermafrodita y andrógino también nos da la hora, el día, las noticias, música, ilumina y, además, pasa  olímpicamente de nosotros: él solo se arregla, antipático y todo cara y chulo me muestra el altanero 13 (otro chulo), y, seguro, pero sabes como de seguro, que es martes (otro elemento que también baila). A los astrólogos les sobraban retales de tiempo para completar la semana,  y creo haber escuchado que Nerón, queriendo perpetuar el momento de su incendio, inventó el tema ¡menuda herencia nos dejó! (claro!, leones con diarrea y las centurias sin jabón, el hedor era irresistible, y ¡ala!, a purificarse).

 

     Y continuemos con el día “maravilloso” que termina de encarnarse. Me lavo la cara (el calentador no funciona); en el afeitado me corto (¡sigamos sin nerviosismo, redíez!); hago mis necesidades corporales y la almorrana se deja sentir y anuncia presencia continua; siguen las alegrías, que como piedras en el río -esas pasarelas acróbatas en las que nos vemos y nos deseamos- las voy saltando, no esquivando que no se puede, pero intento ahogarlas en tiempos brevísimos.

 

     Resignado y dispuesto a enfrentarme a lo que se presente -vigilando todo pues no es día de inhibirse-, salgo al paseo, dejo el portal, oteo y reflexiono: a la izquierda, gente, conversaciones, bares, coches, motos, ruidos, muchos ruidos; a la derecha, descampado, árboles, playas, poco gentío y  espacios para pensar. Y estando en esta encrucijada, un saludo breve pero fuerte sale de un chándal azul con líneas blancas laterales, unas zapatillas blancas, gorrita de béisbol y una agilidad esforzada, y se aleja alegre y feliz. ¿Será posible? Pero si “eso” es un desgraciado, de mi misma quinta, egoísta sumo, amante del ocio, recopilador de leyes propias; y míralo ahí. ¿Quién le prolonga esa vida tan placentera? ¿No serás tú, Señor? Si es un parásito y aún se le recompensa… ¡Se habrá visto!

 

     Fiel al semáforo espero su color de autorización; la gente se ve que lo ignora, todos cruzan sin esperar el cambio,  ¿daltónicos? o irrespetuosos, ¿ciegos? no, listos y amos del mundo; y en mi soledad isleña, un brazo de mar (un Mercedes deportivo) vuela por la carretera salpicándome de barro y de desprecio, o mejor menosprecio (no creo que el acémila que lo dirige vea más de allá de su entorno y sus euros). Me turba lo acontecido y también la mirada que sale de un cartel de propaganda que me escudriña, me espía y me quita libertad.

 

     Cruzo el rayado y me arriesgo por el sendero peatonal (me siento protegido). Un grupito de señoras (no creo protectoras) con sus angelitos en sus tronos de ruedas, obstruyen el paso, paso que con mucha delicadeza y con voz amable (aunque con recelo por si me piden el pasaporte) logro pasar, y, de momento ¡oh! horror, una escalera -de esas que se apoyan a las fachadas y por las que suben señores completamente desconocidos revestidos con monos azules y provistos de martillos, tenazas y ganzúas sin que nadie averigüe qué hacen-, ocupa la calzada. Y me  digo “ya sé que son todo supersticiones  ¿y si, mira por donde, hoy el diablo está de guasa?”, así que me bajo (y eso con el pie derecho) y allí quedaba toda respingada, esperando. Con el pie bendecido y perfumado aprieto el paso, y con las orejeras virtualmente puestas (digo las que usaban los mulos y demás cuadrúpedos y alguna chica de servir en casas bien, y las monjitas), salgo de la ciudad para librarme de su influencia. Pero mi estampida no me impide ver la gula (aquel antiguo pecado de ricos) manifestarse en todos los grados del ser humano y también llevada por mor de sus dueñas a esos querubines mascotiles, así como en anuncios, propaganda y escaparates. Y no quiero mirar esa soberbia y chulería, triunfantes ante la moribunda educación. Escapo de ello y cierro lo ojos ante las últimas figuras que aun se quedan grabadas en la retina: las caras, los espejos de las almas que aparecen feas y borrosas y que me imagino testigos de almas o espíritus desdeñosos, desarrapados y repelentes.

 

     Atravesemos el Atlas, los Andes, la Galia y el Imperio Austro-húngaro y alguna reminiscencia del Himalaya, y, ya en la soledad de la Natura, acomodémonos en la tarima del pensar. Leamos lo que hay en la pizarra: “Sé condescendiente, positivo, ayuda a tus semejantes”, sigo leyendo (no es la misma letra y yo no he sido) “los semejantes son tu familia y no siempre, de los demás no te fíes”. Otro -me digo- que tiene el día bonito. Alguien que pasa, una gaviota me figuro aunque seguro que es un espíritu errante y cabreado, borra la pizarra. Me adelanto, cojo la tiza y… sigue mi racha: no marca; aprieto, y se rompe; entonces pregunto ¿quiénes tienen autorización para expresar sus pensamientos? ¡si yo sólo quiero escribirlos para mí mismo! Pregunto al mirlo, el negro pájaro que me mira, ¿hay tizas unipersonales? Él levanta el vuelo y me contesta con un ñac, ñac,  grotesco y feo, ¿desprecio, burla? no sé si es sí o es no; voy cogiendo trozos de tiza y al final encuentro una que obedece, yo no dirijo mi mano, y escribe: “Hoy por fin  has lavado tu conciencia, centrifuga y ponla a secar en el tendedero del bien; verás que hasta los martes son también una bendición, y si la vida tiene carroña, también tiene cosas maravillosas; escoge lo bueno y no seas burro, y la condescendencia te alegrará la existencia”. Y más abajo, con color rojo y mayúsculas, “JUZGAR ESTÁ FEO”.

 

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