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Antonio Aura Ivorra

      MARCIAL       

La primera condición de la felicidad es que
cada cual esté satisfecho de ser lo que es

Marcial. Epigramas X, 47, 12.

 


     Rostro selvático tostado por el sol, barba canosa y descuidada y pómulos lanudos; manos huesudas y uñas de luto. Con camisa y pantalón raídos y cabeza cubierta con gorra publicitaria, descalzo, con sus zapatillas colgadas al hombro, de esta guisa deambulaba Marcial por la playa, de buena mañana, manejando un artilugio “busca tesoros”.

 

     El personaje era conocido en toda la ciudad. En las noches de verano no era extraño verle sentado en la playa, apoyado al tronco de una palmera, leyendo la Biblia en su particular fuego de campamento a la luz de un quinqué. Tras largo rato de meditación, con su vozarrón hueco entonaba, puesto en pie, las Bienaventuranzas… pobres, mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos, los perseguidos, los insultados y calumniados… bienaventurados todos; retahíla que finalizaba con datos que ponían punto y final a su discurso: “El sermón de la montaña. Mateo 5, 3-12”. Y cerraba el libro, forrado con papel de periódico, con un golpe seco y sonoro. Seguidamente, y con buena entonación, cantaba el “Panchito López”: Era Panchito López/ un valiente toreador/ que cuando salía a la plaza/ a las muchachas robaba el corazón/ Para ba chimpún/ Para ba chimpún…Y después apagaba el quinqué, extendía su saco, y despidiéndose de los mirones con un ¡au! que delataba su origen, se disponía a dormir.

 

     Con esas genialidades no podía pasar desapercibido. No pocos turistas curiosos apreciaban la singularidad del personaje y se llevaban la escena enlatada en cámara de video o de fotos. Y es que la lectura sacra a media noche, tumbado bajo una palmera y alumbrado por un rústico quinqué, y el sermoneo posterior con canto final para acabar la función, eran todo un espectáculo. Y más con un protagonista como Marcial con su aspecto necesitado, que conseguía lo que al parecer pretendía: caras sorprendidas, miradas incrédulas, destellos de flas y sonrisa en los labios. Todos expectantes ante una escena peliculera.

 

     Quienes bien le conocían afirmaban sin reparo que tras la envoltura y maneras bastas y descuidadas de Marcial, había bondad. Cuentan que en más de una ocasión había entregado en la comisaría de policía objetos de algún valor, fuera de lo común, hallados en sus rastreos por la arena. Él decía que con las monedas que encontraba tenía suficiente para comer. Y cuando no, siempre encontraba a alguien que le ayudaba. ¿Para qué quiero más? ¡Hasta Montecristos he fumado…! explicaba gesticulando.

 

     Durante el verano se negaba a trabajar. Su hogar era la playa y su profesión, decía, buscador de tesoros. A diario recibía algunas aportaciones de gente que curioseaba su modo de vivir, aparentemente falto de cordura. Sin embargo, también se comentaba su decisiva intervención en algunos casos de socorro.

 

     Cuando llegaba el invierno, ya próxima la Navidad, se enrolaba en un barco de pesca de bajura sin ánimos de continuidad, solo para subsistir: trabajar lo mínimo para vivir al máximo: si trabajo mucho no tendré tiempo para vivir, decía acudiendo a citas evangélicas: “Mirad las aves del cielo…” Y llegado Reyes, gustaba salir de paje en la cabalgata que organizaba el ayuntamiento. Refieren que su rostro, rasurado y de negrura acharolada para la ocasión, iluminaba la mirada al ver la sonrisa de un niño cuando recibía de sus manos, brazos abiertos, una caja grande, forrada de papel de colorines.

 

     ¿Estás contento?, preguntaba. Sí, mucho, respondía el niño. Y yo también, decía Marcial.

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