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Manuel Sánchez Monllor

P Ó S T U M O
(por Manuel Sánchez Monllor)

 

     El anciano estaba allí. Siempre lo estaba. Se mostraba respetuoso y recogido. Su aspecto era noble, de rostro atractivo; diríase que angelical. No expresaba sentimientos de naturaleza alguna. El enterrador estaba intrigado: nunca había logrado saber quien era ni lo que aquel hombre sentía. Era su único caso sin resolver. Otro tanto le ocurría a Lucinio, para quien el enigmático personaje -presente en todos los enterramientos- constituía una obsesión; le impedía avanzar en su tesis.

 

     Había transcurrido un año desde que Lucinio eligió el extraño título de su tesis doctoral: Emociones de las viudas, deudos y acompañantes en los procesos de duelo. Don Fausto aceptó dirigirle insistiéndole en la complejidad de su realización. Le advirtió que desarrollar aquel trabajo exigía penetrar en el alma de las personas; que él tenía gran experiencia y que, salvo en raras ocasiones, fracasaba siempre. Podían darse tantos casos como seres humanos habitan la tierra. Le hizo ver que las emociones son fenómenos complejos y que los obstáculos para su percepción y clasificación serían numerosos. Tales dificultades no lograron disuadir al tesinando, quien, por el contrario, se sintió estimulado y puso manos a la obra.

 

     La atracción por todo lo que concernía a su proyecto le condujo de inmediato a una labor de campo. Asistía a los sepelios y pronto comprobó que aunque se desarrollaban con protocolos parecidos, eran -bien lo sabía- distintos entre sí. Sus observaciones, muy detalladas, las inició atribuyendo gran importancia al análisis de los comportamientos, expresiones faciales, atuendos, peinados y maquillaje de las viudas.

 

     Su compromiso fue creciendo. Aquel estudio le resultaba apasionante. Amplió los campos de observación a la cadena familiar: hijos, sobrinos y parientes, tomando notas detalladas de sus actitudes y tiempos de permanencia en el camposanto hasta que se marchaban. Lucinio clasificaba y valoraba el grado de afección de los asistentes. Desarrolló sus métodos de observación hasta tal punto que creía saber qué viuda estaba afligida y cual disimulaba su oculta felicidad; qué hijos sufrían la muerte del padre y cuales estaban pensando en que terminase todo; quienes asistían pensando en dar el último pésame y marcharse y cuales otros estaban profundamente conmovidos. A quien no lograba clasificar era al asiduo y cada vez más misterioso anciano. Era, sin duda, su mayor reto. Entrevistó -sin resultado alguno- a directores de funerarias, sacerdotes y personal del cementerio. Lo conocían sólo porque siempre lo veían en segunda fila, tras los familiares.

 

     La sorpresa vino con el enterrador, que aunque nada supo decirle sobre la identidad del anciano que asistía siempre, sí que le aportó inédita y abundante información. El sepulturero afirmaba que su trabajo era como otros muchos y más entretenido que la mayoría. Pocos conocían las satisfacciones que le proporcionaba. Una de ellas, que interesó vivamente a Lucinio, era cómo descubría los verdaderos sentimientos de las personas. Esta sorprendente confidencia le decidió a mantener conversaciones con él y compartir sus experiencias. Todos los días le acompañaba en la salida del trabajo, y en la cafetería Nueva Vida charlaban sobre los casos del día.

 

     - ¿Ha visto usted la viuda que ha llorado tanto?

 

     - Si, claro, la del abrigo largo.

 

     - Pues verá: nada de nada. Sé bien cuando lloran de verdad y cuando es teatro. No se ha quitado las gafas oscuras ni un solo momento. Llevaba un broche llamativo. El maquillaje lo tenía intacto y no ha derramado ni una sola lágrima.

 

     - ¿Cómo sabe usted esto?

 

     - Es fácil, ya lo aprenderá. - Si hubiese llorado tendría irritados los ojos y habría intentado secárselos. Miraba de soslayo a los demás y muy poco a la tumba donde quedaba su difunto. Ni por un instante se le ha notado fatiga en las facciones. Se ha dado mucha prisa en colocar las flores. Creamé, había viuda, pero tristeza poca.

 

     Otra curiosa información que le proporcionó fue que los sentimientos solían ser la mayor parte de las veces inversamente proporcionales en intensidad al grado de protocolo que desarrollaban los asistentes. A mayor protocolo sentimientos más superficiales. A mayor espontaneidad mayor hondura y recogimiento.

 

     Las conversaciones con el enterrador se prolongaron durante los meses en que Lucinio realizaba el trabajo de campo. Había descubierto en él a un observador extraordinario y se forjó una gran amistad. A diario intentaban resolver el único enigma que se les resistía, el del hombre que siempre acompañaba.

 

     Hubo un día en que a un humildísimo enterramiento no asistió nadie; ni familia, ni amigos... Lucinio buscó al asiduo, extraño, y anónimo personaje y no lo halló. El enterrador se acercó: ¿Sabe usted quien es el difunto? El hombre que asistía a todos los entierros. Se llamaba Ángel Custodio Póstumo.

 

(Escrito los días 1 y 2 de noviembre)

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