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EL CAPITAL HUMANO
(por Francisco L. Navarro Albert)
 

 

     Don Ramiro, el Director, entró en su suntuoso despacho, en el que varias y frondosas plantas tropicales lucían en todo su esplendor, perfectamente cuidadas, y se situó tras una imponente mesa de caoba que mostraba, cuidadosamente agrupados por temas, montones de escritos procedentes de la correspondencia diaria. Leyó distraídamente: Compras, ventas, cursos, varios...

 

     Fijó, por azar, su vista en uno de los montones del que sobresalía una carta con llamativo reclamo que anunciaba pomposamente: Reciclado Total, su Agencia de Empleo.

 

     Tras el membrete, el escrito ofrecía los servicios de una Empresa de Trabajo Temporal que, a precios increíblemente bajos, proclamaba su oferta de personal para cubrir cualquier puesto de trabajo, ya fuera de peones, profesionales o especialistas.

 

     “Esta es una buena oportunidad para reducir costes”, pensó Don Ramiro, y, sin meditarlo más, llamó al jefe de personal ordenándole el despido inmediato de un grupo de trabajadores -preferiblemente los de mayor antigüedad- para, seguidamente, ordenar a su secretaria que llamara a Reciclado Total.

 

     Una agradable voz femenina se identificó como la secretaria del Sr. Pérez, Director Gerente de Reciclado Total, y una vez conocido el objeto de la llamada puso a Don Ramiro en comunicación con éste.

 

     Después de los saludos de rigor, el Director de Reciclado Total dio toda suerte de detalles sobre la forma de contratación y pago, habló sobre otras empresas donde podría solicitar referencias, y aseguró a Don Ramiro: “con nuestros trabajadores no tendrá ningún problema, puede estar seguro de que le harán un buen papel”. Este, convencido por los argumentos, solicitó de inmediato varios trabajadores para sustituir a los que había despedido.

 

     Varios días después, su secretaria le anunció que ya se habían incorporado éstos a sus respectivos puestos. Don Ramiro pensó que sería conveniente hablar con ellos para tener un cambio de impresiones, conocer sus aspiraciones, en fin, para conocerlos mejor, por lo que indicó a ésta que los citara al finalizar la jornada, y “así”, se dijo, “no perderán tiempo de trabajo”.

 

     A la hora anunciada, la secretaria le informó de que ya estaba allí el primero de los trabajadores, que se apellidaba García. “Que pase”, dijo Don Ramiro.

 

     Una llamada a la puerta precedió la entrada de un hombre demacrado y de humilde aspecto, cuyas ropas desgastadas y ordinarias contribuían a darle un aire más humilde todavía. El hombre apenas se atrevió a levantar la mirada cuando Don Ramiro le dio la mano y ordenó que tomara asiento.

 

     “¿Como se llama Vd.?”, espetó. El hombrecillo parecía hundirse en el asiento, y con voz apenas audible musitó: “me llamo José García, para servirle”.

 

     Don Ramiro empezó a hablarle de sus obligaciones, de la responsabilidad que adquiría con la empresa, de la oportunidad que se le brindaba al ofertarle aquel trabajo y de que debía trabajar todo lo que le pidiera el encargado, sin importarle la hora ni si era o no festivo. Le habló de la importancia que concedía la empresa a su capital humano, expresando también su satisfacción al haber cubierto ampliamente los beneficios que se había marcado como objetivo. “Todo ello”, remarcó “gracias a la implicación de los trabajadores”.

 

     El  hombrecillo escuchaba con atención y cohibido, e hizo ademán de preguntar. “¿Qué quiere?”, le dijo Don Ramiro. Aquél pareció hundirse más en su asiento y apenas en un resuello dijo: “¿A cómo me pagarán las horas extraordinarias?”.

 

     El rostro de Don Ramiro enrojeció y se hinchó como un globo, mientras su voz, como un trueno, llenaba la estancia. “¡Cómo se atreve a preguntar eso! Debería darme las gracias por ofrecerle esta oportunidad de trabajo y Vd. solo se preocupa de si le voy a pagar las horas extra. Sepa que para este trabajo tengo todos los trabajadores que quiera y no le necesito a Vd. para nada”.

 

     En vano intentó el hombre intervenir para dar explicaciones; cada gesto suyo era seguido de una nueva parrafada de Don Ramiro, en un tono de voz cada vez más imponente. El hombrecillo pareció que encogía en su asiento y se volvía más pequeño; las arrugas del humilde traje se hacían cada vez más pronunciadas y su cara empezó a adquirir una lividez mortecina.

 

     Poco a poco las arrugas se fueron agrandando, a la par que el Sr. García reducía su tamaño. Por último, sobre la silla no quedó más que un papel blanquecino y arrugado.

 

     “¡Gutierrez!” llamó Don Ramiro. Se abrió la puerta y apareció un ordenanza uniformado. Una corriente de aire empujó el papel y lo tiró de la silla al tiempo que se oía como un leve gemido.

 

     El ordenanza recogió el papel y lo depositó en  la papelera.

 

     “¡Que pase otro!”, dijo Don Ramiro. Salió el ordenanza y unos leves golpes en la puerta precedieron a la entrada de un hombrecillo demacrado y de humilde aspecto, cuyas ropas desgastadas y ordinarias contribuían a darle un aire más humilde todavía.

 

     Sin levantar la vista de la mesa, Don Ramiro  tachaba un nombre en la lista que acompañaba aquella  carta cuyo membrete decía: Reciclado Total, su agencia de empleo, mientras leía un párrafo como si estuviera recitando “…con nuestros trabajadores no tendrá ningún problema. Puede estar seguro de que le harán un buen papel”.

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