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TU MENTE ES PARTE DE LA DE DIOS

(por Matías Mengual)

Matías Mengual

  

     Por cuanto voy a decir, conviene que sepas, amable lector o lectora, que particularmente no me veo con una mente que forme parte de la de Dios, aunque entiendo que no podría esperar nada mejor de mis pensamientos si así llegara a verme. Hace algún tiempo que dejé de creer que sé lo que les conviene a los demás; ahora confío en que ya saben qué es lo mejor para ellos. Pero esto no empecé la bondad de la comunicación y, por tanto, me gusta que los demás compartan también conmigo sus pensamientos sobre el camino que crean deben seguir. Espero, pues, que podamos contemplar juntos cuanto denota el título de arriba.

 

     Imagino que, para que nos veamos tú y yo así, compartiendo la mente de Dios, antes, ambos tendríamos que desearlo de verdad, lo cual no es fácil. No es fácil, porque implica una disposición firme de renunciar a ciertas debilidades o comportamientos egoístas más o menos habituales que mantenemos por algún sentimiento que nos provoca predisposición a actuar, aun sabiendo que no podemos hacer más que un uso indebido de tales actuaciones. Lo hemos dicho muchas veces, el Ego es un intento erróneo de la mente para que nos veamos como deseamos ser, en vez de como realmente somos. Es el Adán del Génesis, “el yo separado”, “el hombre externo”. A mi entender, es el aspecto inquisitivo del ser que, metafóricamente, surge después de morder la manzana: La muerdes para que te valoren más y, a partir de ese momento, tu mente empieza a estar en desacuerdo consigo misma.

 

     Imagínate tu mente dividida, con determinados pensamientos vinculados a la percepción verdadera dada su voluntad de gozar de conocimiento (lo propio del Espíritu) y que tratan de corregir al otro grupo de pensamientos confusos, capaces de hacer preguntas, pero incapaces de dar respuestas (lo propio del Ego). Así, tu mente no puede estar sino confundida. A la parte errada, o sea, a los pensamientos egotistas, le debes la conclusión de que tú eres tu cuerpo. En cambio, a la acertada, al grupo de pensamientos con voluntad de conocimiento, le debes que el cuerpo fuese posible, ya que, para percibir algo, hay que percibirlo con algo. ¿Cómo, si no mediante el cuerpo, se comunicaría el Espíritu?

 

     Una mente así, necesariamente, tiene que sentirse incierta acerca de lo que es. Y tú, tal como te percibes, tienes todas las razones del mundo para sentirte dudoso, hasta que te des cuenta, no sólo de que no te creaste a ti mismo, sino que tampoco habrías podido hacerlo. Por lo tanto, todos tus pensamientos han de volver al servicio del Espíritu para que tu percepción cambie: Una percepción sana induce a una elección sana, sabiendo siempre qué es lo que tienes que hacer.

 

     Así que, para volver a unir tu voluntad a la de Dios, para que, en vez del “hombre externo”, actúe “el hombre interior”, tendrás que borrar todas las percepciones falsas de la mente, porque son las únicas que se interponen en el camino de la sinceridad. Ciertamente, para que tu mente sea parte de la de Dios, tendrá que ser impecable, y no vale estar libre de pecado sólo un poco porque entonces la mente de Dios sería pecaminosa. Sólo así, libre de pecado, podrás percibir los primeros destellos de tu verdadera función en el mundo. Y si te inquieta saber cuál es esa función, puede ayudarte la idea de que Dios está en ti.

 

     Con tal idea, qué más puedes hacer que buscar en tu interior para ver las cosas de otra manera. Considera que, de todas las revelaciones habidas, ninguna en sí pudo ser transmitida a otros después, ya que su contenido no puede ser expresado debido a que es algo sumamente personal para la mente que lo recibe. No obstante, dicha mente la puede extender a otras mentes, mediante las actitudes generadas por la sabiduría que se deriva de la revelación. Has de procurarte la nueva visión personal que implica, necesariamente, el cuestionamiento previo de las numerosas fantasías con las que solemos identificarnos, cualquiera que sea la dirección en que se inclinen tus imaginaciones. Es decir, que igual da que te veas como un fracaso o como un vencedor, como nefando o virtuoso, como creyente o incrédulo…; sencillamente, libérate de autoengaños, perdona a todos los que te ofendieron y, cuando hayas conseguido estar en paz, podrás perdonarte a ti mismo.

 

     De resultas, conservarás la humildad y te verás como co-creador, justo para lo que naciste.

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