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Manuel Gisbert Orozco

 

FILOSOFANDO

(por Manuel Gisbert Orozco)

  

     Según parece, y no quisiera ser agorero, el número de abejas está descendiendo considerablemente en este mundo de Dios, o por lo menos así opinan algunas publicaciones. Lo cierto es que ya no suelen publicar noticias de que los bomberos han tenido que retirar enjambres instalados en inoportunos lugares de las ciudades.

 

     A la amplia terraza de mi casa, cubierta de plantas que cuida mi esposa con esmero, ya no acuden. Antaño se las veía libar de flor en flor y ahora no vienen ni siquiera para saciar su sed en el agua sobrante del riego.

 

     Einstein, que según parece sabía de todo, no un poco sino bastante, sentenció o profetizó que si las abejas se extinguiesen, la vida se terminaría en este mundo en cuatro años.

 

     Ignoro en qué razones se funda para una aseveración tan categórica. Cierto es que las abejas polinizan las plantas en sus continuos trasiegos y sin polinización no hay frutos ni nada que llevarse a la boca. Pero como bien dice el refrán: “No solo de pan vive el hombre”, supongo que algo quedaría para hincarle el diente.

 

     Si no tengo bastante con esto, paso la página al periódico y a pesar de que aquí todavía estamos tiritando de frío en esta inusual Semana Santa, me entero de que el verano austral ha terminado y que solo ha quedado el veinte por ciento de su capa de hielo. Si Pitágoras no miente y desde luego no suele hacerlo, quiere decir que el ochenta por ciento restante se ha fundido y, según auguraba la moderna teoría catastrofista del cambio climático, sus aguas se habrán derramado por los siete mares e inundado extensas zonas de tierras bajas.

 

     Yo, en mi señorío de Alcoy a más de quinientos metros de altitud, me siento seguro como bien dice Casillas en su anuncio televisivo; pero no dejo de temer por mis posesiones en la costa. Me imagino la Isla de Tabarca cubierta por las aguas y de la que apenas emerge la veleta situada en lo alto del campanario de la iglesia y el agua de mar llegando hasta “El clot de Galvany”, inundando todas las tierras bajas y convirtiendo los montes de Santa Pola, en donde previsoramente tengo la chabola, en una isla.

 

     Cargo precipitadamente mi coche sin olvidar una lancha neumática para cruzar el posible charco y me lanzo carretera abajo en busca de las aguas.

 

     Mi gozo en un pozo. Hasta el Clot de Galvany está seco por culpa de la sequía. Tabarca luce radiante como siempre y hasta los erizos de mar se pueden coger impunemente aislados en las pozas que forma la marea baja.

 

     Entro en el jardín de mi casa y una abeja camuflada entre las hojas del jazminero me pica. Mala suerte la de ella. Yo con un poco de amoniaco me curo pero a ella la broma le cuesta la vida. No sé si alegrarme al comprobar que todavía existen o entristecerme por haber sido el causante de la muerte de la posiblemente última abeja sobre la tierra.

 

     Exhausto, me dejo caer sobre una tumbona del jardín, y, al entrecerrar los ojos una enorme sombra cruza el cielo. Un avión a punto de aterrizar en El Altet, pienso. Abro los ojos y veo un elefante volando, debe ser la reencarnación de Dumbo planeando ayudado por sus orejas.

 

     Un escalofrió sacude mi cuerpo y me despierto. Estoy en mi casa de Alcoy y todo ha sido una horrible pesadilla. Sin embargo el periódico abierto a mis pies confirma que por lo menos las noticias eran ciertas.

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