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Gaspar Llorca Sellés

UN PASEO MAÑANERO
(por Gaspar Llorca Sellés)


         Son cerca de las siete de la mañana, verano, y salgo a buscar la fresca madrugada para disfrutar de ella y de su silencio. Con claridad vanguardista, tiñe las visiones de colores incipientes. La brisa y el ambiente me embriagan, me producen placidez. No sé, pero como si navegase a vela rumbeo sin carta ni sextante descubriendo simpatías, cortesías y caras alegres que considero amigas, que aprecian, como yo, el nacimiento de un nuevo día, único, que hay que vivir y disfrutar sin temores, sin conformarnos en que sea como ayer o como los anteriores, llenos de vulgaridad, de conceptos enlatados tan vividos que parecen no latir, muertos de tiempo y pobres de olvido.
    
     Y sigo inmerso en este encuentro grato, veo el mar que se riza, no bravo ni negro, temo un principio de rebeldía, pero no pasa de ahí, los rayos solares lo están aplacando y la pista torna a ser lisa y el cielo azul aboca su color sobre él. Gaviotas, pájaros menores, cantan o graznan, gritan, no, no quiero que la duda me estropee el paseo, sí, cantan; y los primeros perfumes florales, el verde y el silencio que deja a la naturaleza respirar y explayar sus esencias, me lleva hasta sentir mis pasos; como en escenario me encuentro, poses puede ridículas, miradas cursileras, hasta susurros de cantos melódicos ¿es locura, es idiotez? ¡qué más da! Me he embriagado, sí, estoy borracho, pero sin tomar alucinógeno alguno, y si así fuese, la drogadicción  no es externa, es incorpórea, inmaterial, puede que sea soplo espiritual. Pero como el bebido, me importa un bledo el reglón que mi comportamiento escribe, siempre dependerá de quién lo lea.
     
     Y salto como abeja de flor en flor (otra cursilada), de lugar en lugar, de paisaje en paisaje, y el néctar (sigamos en el ridículo) va alimentando a esas neuronas predispuestas a que dure el momento de la embriaguez y que se retrase todo lo más posible la temida resaca, que llegará y dolerá.
     
     Un ruido ensordecedor y antipático atraviesa y devasta toda capa protectora, nada puede con él, no es de coche ni de la odiada moto, que pasan y se alejan, este parece sedentario, huyo de él, pero  parece me persigue, será más bien nómada, y ya pierdo mis chavetas y voy en busca de él, dispuesto a todo, a cargármelo, oigo otro ejemplar de la misma especie que emite idéntico ruido, ¡adiós paz!, ¡mi amanecer abortado!; ni viento, ni lluvia ni terremoto destruyen tanto como esa plaga, ¿quién ha inventado eso? ¿quién lo permite? Necesito alguien con quién descargar mi mal humor, borrarle su apartado de humanidad  si es que lo tiene. 
     
     Sí, he visto el artilugio, y para tanto escándalo sólo sirve para recoger papeles y hojas de los árboles, sí señor,  para eso nada más. ¡Viva la robótica! ¡Seamos todos robots! Desarrollemos la ley del mínimo esfuerzo, no importa que esa ley se coma toda ley natural y que las neuronas sean chips, tornillos y basura. Y mi memoria aún con algo de libertad, me trae al antiguo y eliminado recogedor de papeles, con su palo de punta de hierro pinchando  papeles y hojas que luego introduce en el saco que lleva el cuello. Y viene la conversación en el silencio de la  mañana: “buenos días, ¿me da fuego?, buen tiempo tenemos, no creo se vaya a estropear. Perdone, gracias, y,  vaya usted con Dios”. Y usted, amigo mío.

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