Un simple mendrugo de pan
y un vaso de agua me sirvieron
para sentir el dolor que tu sentías,
para sentir el hambre del hambriento.
Bebí del agua y, en silencio,
mordisqueé -distraído- aquel mendrugo,
sintiendo ser, quizá por mi desprecio,
el autor de tu dolor y cruel verdugo.
Escuché palabras que, sentidas,
hablaban de solidaridad y tu tormento
me pareció más llevadero si era mío
y mío hacía , también, tu sufrimiento.
Cuando salí de allí, las sombras de la noche
rotas por las estrellas brillantes de aquel cielo,
parecían más claras que la clara luz del día
como claros eran, en mí, los sentimientos.
Y así, uní tu destino al mío
y, aunque tu hambre de pan aún no he saciado,
quiero saciar el hambre de tu amor
con el mismo amor que Jesús nos ha brindado.