Índice de Documentos > Boletines > Boletin Diciembre 2009
 

INVIERNO EN LA CIUDAD
(por Antonio Aura Ivorra)


         El viento huracanado despejó la neblina y alumbró el día. Amaneció límpido con un cielo de intenso y bruñido azul. En la ciudad, a pie de calle, la habitual caricia de la brisa mañanera devino en furia que destrozaba la vegetación urbana. Alguna maceta descompuesta en pedazos sobre la acera y el tintineante oscilar de grúas de edificios en construcción, amenazaban. Farolas caídas, palmeras derribadas y cornisas desprendidas requerían la urgente y continua intervención de los servicios públicos.

En la confluencia de dos avenidas importantes se colapsó el tráfico por avería de  semáforos. Las sirenas de bomberos y policía exigían paso con insistencia. Un mendigo zarandeado por el viento agarraba el carrito de sus pertenencias, desvencijado, mugriento y coronado con un andrajo a modo de bandera, y culebreaba encogido y corvo por la acera en busca de refugio esquivando el brincar descompuesto y desnortado de un paraguas, arrebatado de las manos de su dueña por el ventarrón.

          En el puerto -gaviotas ausentes- las embarcaciones, amarradas ya dos días, ruidosas por el choque de cables y cabos con palos y perchas, se revolvían en agitado balanceo impulsado por el ímpetu del oleaje que, encrespado, alcanzaba a inundar el paseo de la escollera. Algunos, con atrevimiento, se acercaban peligrosamente para contemplar en arriesgada diversión el brioso espectáculo que de repente les obligaba a retirarse empapados, con apresuramiento y risas nerviosas, embestidos por la marejada.

La radio hablaba de que el temporal se intensificaba; de que algunas zonas de la ciudad habían quedado sin luz y que la mar, normalmente mansa y clara, rompía aparatosamente sobre el malecón. Recomendaba que no se usara el coche y se evitaran salidas a la calle.

Transcurrieron las horas y el día se agrisó hasta la negrura de la noche cerrada, espesada con densos nubarrones que aliados con la mar gruesa la empaparon sin contemplación. 

En el bulevar, el dueño de una casa permanecía pegado, nariz achatada, al cristal de su ventana enturbiado por el vaho. Contemplaba con mirada perdida y mente en blanco la agitación del arbolado, el tráfico lento y el intenso aguacero sobrevenido. El humo de su cigarrillo se expandía lenta y ampulosamente por la habitación cuando un golpe seco seguido de discusión acalorada provocó un colapso en el tráfico. Al oírlo, como impulsado por un resorte restregó con su antebrazo el cristal, que por momentos recuperó su transparencia, y recurrió a las gafas para escudriñar: no había heridos. Tampoco entendimiento. La discusión se convirtió en disputa con ánimos caldeados pese al chaparrón, hasta que vino la policía.

Se apartaron los coches, enmudecieron los cláxones y se normalizó el tráfico. Un guardia con gesticulación nerviosa y silbato insistente lo consiguió mientras el otro redactaba el parte del accidente. En la esquina, la farola seguía iluminando con pausada intermitencia el diluvio, y el imbornal, obstruido ya por ramascos, grava, plásticos y basuras, se desbordaba. El sorpresivo fulgor de un rayo rasgando la oscuridad de la noche con brioso redoble de truenos, avivó la tormenta.

Y el dueño de la casa, sin inmutarse, cachazudo él, corrió la cortina manoseándola con indiferencia y se retiró, aburrido tal vez, hacia el interior. Y apagó la luz.

Volver