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 VESTIMENTA
(por Antonio Aura Ivorra)

“Todos ven lo que aparentas; pocos

advierten lo que eres” (Maquiavelo)

  

  

  

  

  

  

  

   


     El acto de vestirse, y la ropa, son elementos que nos diferencian de los animales. Desde el curtido de pieles, la hilatura y tejido del lino, del algodón, de la lana de oveja, de llama o de alpaca, o de seda china, el hombre ha tenido que ingeniárselas y perfeccionar utensilios, máquinas y técnicas para manipular esas materias primas naturales, y otras artificiales que con el tiempo se ha procurado para su vestido: agujas, bastones, husos, ruecas y telares que sirvieron para su manufactura rudimentaria, han experimentado avances de capital importancia hasta su robotización en nuestros días.

     Aunque seguimos vistiéndonos para cubrir la desnudez, proteger nuestro pudor y abrigarnos, también lo hacemos con la intencionalidad de presumir y de aparentar. No es novedosa esa intención, tal como evidencian la vistosidad, el colorido y la belleza de algunas prendas de vestir utilizadas en el Nuevo Mundo antes de la llegada de Colón -y no solo éstas, que tomo como referencia-. El proceso ha sido paulatino: hemos sustituido la abundante pilosidad corporal, y también la consabida hoja de parra para ocultar los genitales –primitivo perfeccionamiento cultural según Desmon Morris-, por otras coberturas de clara finalidad protectora a las que con el tiempo hemos ido añadiendo vistosos abalorios y más amplios propósitos, no solo de connotación sexual.

     Hoy, nuestros atuendos cumplen funciones diversas muy distintas y distantes de la simple protección de las inclemencias del tiempo: Las indumentarias, además de cubrir el cuerpo y abrigar, con su ostentación también sirven para ocultar temores, seducir, distinguir, jerarquizar y disimular, palabra que, según el DRAE, en una de sus acepciones  equivale a “disfrazar u ocultar una cosa, para que parezca distinta de lo que es”. La intencionalidad, pues, es clara. Hasta el poeta viste a la luna para que cautive: La luna vino a la fragua /con su polisón de nardos. /El niño la mira mira. /El niño la está mirando.

     El culto al cuerpo, tan de actualidad, se ve sometido a la observancia de formalidades que alcanzan hasta el vestir para resaltar su expresión; y estimula el desarrollo de una creciente industria que se retroalimenta a través de los salones de belleza, gimnasios, balnearios, academias de danza, clínicas de estética y hasta quirófanos, con la pretensión de encubrir con atractivas apariencias al ser falto de autoestima.

     Pretendemos proteger nuestra esencia camuflándola para sortear los riesgos de la convivencia -disfrazándola como hacían los antiguos griegos para asumir un personaje en sus representaciones trágicas o cómicas-, y así, ocultar nuestras lacras ciñéndonos a un ritual de pavoneo que precisa, además de inteligencia, de atrayente cobertura que contribuya al buen entendimiento con los demás. Y entre otras cosas, es a través del vestido en el sentido más amplio del término, -podría entenderse como tal el automóvil, la casa, los títulos, etc.- el signo externo desde el que la sociedad puede establecer, no sin equívocos, el estatus social de sus confundidos miembros.

     Sin embargo, hoy parece que con las amplias posibilidades de acceso a los bienes de consumo, ya no basta el vestido para atribuir a las personas determinada excelencia: los pantalones vaqueros han democratizado el vestir; ya no es posible distinguir en el garaje de una fábrica qué coche es el del jefe; y hay, y no pocos, titulados superiores trabajando en precario…, etcétera. Así que nada ha cambiado: la expresión del ser, como siempre, sigue siendo lo que importa. Pese a que nuestros miedos y los usos sociales la dificulten con la exigencia de ciertas formalidades para expresarlo, como las sugerentes funciones de la vestimenta de las que no podemos prescindir. Y es que el contenido, la esencia, el fondo, necesariamente debe tomar forma para manifestarse. Aun con veladuras.

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