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PERDONA... NO HABÍA CAIDO...
     (por José M. Quiles Guijarro)     

José Miguel Quiles


     Estuve atento con ella hasta la ñoñería acercándole la silla a la mesa (un cumplido de restaurante de alto standing). Ya en la mesa, con un mantel de elegante salmón, copas altas, un centro de flores naturales y servilletas en cucurucho, noté en sus ojos que se había ido disipando por fin el enfado. Llevaba puesto un traje sastre y le coloqué una flor en el ojal. Había ahora en su rostro un rictus de suave serenidad. Cruzamos algunas confidencias envueltas en sonrisas. Y después de las entradas un camarero aristocrático nos dejó sobre la mesa, con un certero movimiento, una fuente plateada con una parrillada mixta que había que mirar poco a poco… con sus salmonetes rosados, sus minúsculos boquerones, su sepia todavía palpitante del fuego, los carnosos langostinos, las blancas pescadillas…

     Entre ella y yo no podía haber más feeling conyugal, sonrisas, miradas, cumplidos, mimos, dengues y arrumacos. Diríase que nos habíamos casado esa misma tarde.

     - Toma… este salmonete para tí…- me dijo coqueta,  haciendo pala con el cuchillo y apoyando la punta del tenedor al ponerlo sobre mi plato. Porque ella sabe que me gustan los salmonetes.

     - ¿Y tú? – le pregunté.

     - Yo me comeré aquel otro… -  Y señaló un salmonete esmirriado que había junto al pequeño grupito de los boquerones al borde de la bandeja. Y yo agradecido a aquel gesto de amor y para corresponder alargué el brazo e hice lo propio con el mayor langostino de la parrillada, la mejor pieza, un crustáceo mollar, rosáceo con largos bigotes. “Esto para ti…”

     Y traguito va y traguito viene y sonrisitas “¿Esta fresquito este vino no?” “Buenísimo”.

     Habíamos pedido un vino de la carta, ligeramente de aguja, de baja graduación.  “¿Quieres un chorrito más?” “Si tu quieres…” Felices hasta el empalago. Yo ponía en su plato un trocito de la exigua carne del cangrejo…

     Pero el género masculino es un poco torpe para entender la dulzura y la ternura en sí misma. Así, cuando nos ponen un bebé en los brazos, raramente nos emociona su belleza natural y lo primero que pensamos es: “A ver si se mea”.  De la misma forma al ver yo el brillo de sus ojos, al notar su constante sonrisa en la cena,  su total complicidad en la conversación,  su voz melosa y pícara, y al poner en mi plato el salmonete,  pensé…”Esta noche fijo,  fijo que hay polvete…” entendiendo que la ternura y el amor solo pueden ser el cauce natural y apropiado que ha de conducirnos a una suprema comunión, un satisfactorio orgasmo. De no ser así todo quedaría en una ñoñería acaso afectada y un poco hipócrita.

     Y no fue así, al acostarnos, se puso el picardías color burdeos que tan bien le sienta, se dio media vuelta, con un poco de coña,  y se puso la Cadena Ser. Yo  -como ocurriera con el salmonete pero en circunstancias muy distintas- hice lo propio y me puse “El Lago de los Cisnes” de Tchaikoski.

     Estaba claro que no se había dejado sobornar por la cena. ¡Qué largas son las mujeres! ¡Qué ladino su comportamiento! Se la veía feliz comiéndose el langostino, pero le quedaba el poso del veneno, la venganza; los ibéricos con almendritas,  las dos cervecitas de la entrada, la  botellita de vino a la carta, la parrillada para dos personas, un agua mineral con gas, dos tartas al whisqui y dos manzanillas, 78 euros. La próxima vez que se me olvide felicitarla en su cumpleaños, le pido perdón y nos vamos al cine.

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