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CONCURSO LITERARIO

Premio de: 
Ensayo

 

       LA MÁSCARA       

    (por José A. Marín Caselles)   


     Estamos en la era de la imagen. “Una imagen vale más que mil palabras”. Para vivir en sociedad conviene “crearse una buena imagen”. Para presentarse en según qué sitios hay que “dar buena imagen”. Tenemos una gran preocupación por nuestra imagen: 1) En el orden físico, la fiebre del retoque y del bisturí explican el descontento y la angustia interna sentida cuando no nos gusta nuestra imagen y tratamos de corregirla. El negocio de la cirugía estética crece sin cesar: su objetivo es la construcción de la apariencia externa. Lo importante es “aparentar”, parecer que se es y no tanto el ser. El cerebro humano procesa datos a partir del mundo que “percibe”, de lo que ve, sintetizado en una imagen, no coincidente siempre con la realidad. Es la “era del homo videns” (sucesor del “homo sapiens sapiens”, un salto en la historia de 10.000 años), término acuñado por Giovanni Sartori, refiriéndose a la “forma de relacionarse el hombre con su mundo a través de las imágenes que percibe”. 2) En el orden comportamental ocurre algo parecido: hay que quedar bien, impresionar. Cuando actuamos en sociedad, en actos protocolarios, como anfitriones o huéspedes, es esencial causar una buena impresión. “No es caro y con esto Vd. quedará muy bien”, nos aseguran en el mundo del comercio. Lo importante es “quedar bien”, “dar buena imagen”, estar bien considerado. LA IMAGEN es una característica importante del mundo desarrollado actual. En palabras del profesor de antropología Ricardo Sanmartín, la imagen es como una música de fondo que da brillo a la desnudez de la vida actual, que en la época de nuestros padres no se dio”.

     El mundo de la imagen, el que percibimos, tiene con frecuencia poco o nada que ver con el mundo real, con la realidad que hay detrás. Vivimos en una especie de realidad virtual, en un mundo de apariencias. La pintura surrealista quebró en el arte la creencia de que las imágenes reflejan la realidad. El cine utiliza la imagen como pretexto para explicar otra realidad. La realidad y su representación a menudo tienen poco que ver. Los límites entre realidad y fantasía quedaron definitivamente difuminados por la digitalización de la imagen.

     En un mundo de tremenda competitividad, con amplia libertad de elección, al existir muchas opciones, nos vemos como prescindibles y aparece la inseguridad, el miedo y la desconfianza al tener que competir con el mundo entero de “los otros”. Por eso somos proclives a “construir” nuestra propia imagen de acuerdo con un modelo ideal y a depositar en el mercado nuestra apariencia, más que nuestro propio espíritu: nuestra estética personal, la ropa que vestimos, nuestra forma narcisista de hablar, gesticulación, aficiones, círculo de amistades que frecuentamos, modelo de coche que conducimos, restaurantes que visitamos, el dinero que hemos ganado en tal o cual operación, temas que abordamos en los que, por supuesto, los protagonistas somos nosotros etc. etc., todo un canto egocéntrico a nuestras cualidades poco comunes, maravillosas. Nuestra apariencia, la imagen que nos construimos, es una máscara que utilizamos, una estrategia que creamos y que nos presenta y oculta al mismo tiempo. El problema es cuando desaparece la máscara (porque no puede continuar la farsa y se nos rompe o porque nos la quitan) y aparece la desnudez a que aludíamos más arriba. Es un drama. Un caos personal. La incoherencia entre el yo construido y el yo real. Peor cuanto más tarde en caérsenos esa máscara porque, después de mucho tiempo ocultando nuestra identidad y dando la apariencia de un ser “pluscuamperfecto”, el más guay, listo, rico, guapo, gracioso, ligón… vamos creando una dependencia de la máscara y cuando ésta se rompe destroza con ella parte de nuestra personalidad auténtica, una ruina sobrevenida a golpe de depresiones, descrédito y desafectos. El hombre (o la mujer) ha sido víctima de sí mismo. Aprender a vivir sin máscara y asumir la cruda realidad es una tarea difícil de conseguir, es una empresa ardua, penosa. En algunos políticos, por ejemplo, podríamos encontrar testimonios de ello; o en los ídolos caídos del mundo de las finanzas; o en los arribistas y trepas de todo tipo; o en los pelotas; o en los “fantasmas” de cualquier pelaje y condición; o en los que se escaquean de su responsabilidad incrementando la carga en los compañeros; o en los falsos paternalismos, o en los muchos matrimonios rotos… porque el tema de la máscara tiene una vertiente también en el ámbito del amor. Pero de ella nos ocuparemos en otra ocasión.

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