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DISPENSADO 
(por Antonio Aura Ivorra)


Desde hace unos días ya estoy jubilado. Llegado el momento lo han dispuesto otros acogiéndose a la definición del verbo “jubilar” en su segunda acepción, que aparece en el diccionario: “Dispensar a una persona, por razón de su edad o decrepitud, de ejercicios o cuidados que practicaba o le incumbían”; así quiero pensarlo, porque jubilar también significa “desechar por inútil una cosa”, definición severa que por lacerante pondría en evidencia a  quien te aparta de su proyecto. Mejor dispensa que desecho ¿no les parece? “Alegrarse, regocijarse”, que también significa jubilar en su forma intransitiva, parece satisfactorio por más propio, más personal e íntimo; pero viene precedido por un “desus.” que me  sorprende. Yo me siento feliz y contento en mi momento jubilar y ahora resulta que ese hermoso significado queda para la historia. Ya no se dice. Así que me lo tengo que callar puesto que es cosa de antaño, palabra también un tanto deslucida. Y claro, si no se dice, ya no se lleva y acaba por no existir… ¿estamos abocados al enfado, pues? ¡Qué cosas!

Pero, puestos a escoger, me sigo alegrando y regocijando porque soy “jubilado”, situación inevitable por mucho que el diccionario atempere el esplendor del término. ¡Faltaría más que a estas alturas no pudiera hacer de mi capa un sayo! Y me alegro porque es ahora el mejor momento para redescubrir actividades olvidadas o atrofiadas e iniciar el aprendizaje de la vejez, con la herencia cultural de quienes nos precedieron en la historia y de la mano de quienes la viven con nosotros. Juntos descubriremos en el camino que es enriquecedora por comprensiva, por solidaria y tolerante, por experimentada, por activa  y… por sabia ¿por qué no decirlo? La vida es un continuo aprendizaje.

Muchos, a edades avanzadas, señalaron como hitos o mojones el camino a seguir por las generaciones futuras. No hay que olvidarlos. Y aunque sea sólo por razón de edad, a nosotros nos corresponde seguir su ejemplo rememorándolos y permaneciendo atentos y activos en la medida de nuestras capacidades en la sociedad que nos toca vivir. Es el momento de liberarse de egoísmos, culpas y rencores (¿quién está libre de ellos?) y sustituirlos por pensamientos y quehaceres nobles que los rediman y pongan en uso lo de “alegrarse y regocijarse”. Las sonrisas auténticas son contagiosas y no se agotan al entregarlas. Y en todo caso, la cortesía no está reñida con nada.

Vivimos en una sociedad que estimula la satisfacción inmediata de nuestros deseos y el afán de poseer, descuidando algunos, absorbidos hasta extremos enfermizos por el trabajo y los compromisos sociales, la atención y entrega que merece la familia. Creen, acallando sus conciencias, que es suficiente con colmar sus caprichos. Y con ello se alejan de la realidad y se aíslan, arrastrados por el actual conductismo que impulsa nuestro comportamiento. Nosotros los mayores, depositarios de ese sosiego que precisa la reflexión, estamos en las mejores condiciones de aportar generosamente memoria y experiencia al hogar, convirtiendo en un auténtico espacio vital lo que en demasiadas ocasiones es tan solo un almacén de objetos. Por eso creo que el mero hecho de jubilarnos, que no significa que hayamos muerto, no nos exime de nuestras responsabilidades, obligaciones y derechos, que como miembros de la sociedad nos corresponden ineludiblemente. No podemos hacer dejación de ellas. Además de, como dice el refrán, “jugar y pasear cuando no hay que trabajar”. En todo eso, que es bastante, debemos estar.

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